III.9. TRIBUNAL CONSTITUCIONAL
Sentencia de 4 de julio de 1991
(Sentencia 149/1991)
Ponente: D. Francisco Rubio Llorente
Materia: GESTIÓN Y PROTECCIÓN DEL DOMINIO
PÚBLICO MARÍTIMO-TERRESTRE.
CONTENIDO
HECHOS
FUNDAMENTOS JURÍDICOS
FALLO
HECHOS
La presente sentencia resuelve los recursos de inconstitucionalidad
interpuestos, respectivamente, por la Junta de Galicia,
Consejo de Gobierno de las Islas Baleares, Gobierno Vasco,
Parlamento de Cataluña, Consejo de Gobierno de la
Diputación Regional de Cantabria, Consejo Ejecutivo
de la Generalidad de Cataluña, Gobierno de Canarias,
Gobierno de Valencia y 50 Diputados contra la Ley 22/1988,
de 28 de julio de 1988, de Costas.
La inconstitucionalidad que los recurrentes denuncian
se argumenta mediante razones diversas en cada uno de los
recursos y respecto de cada uno de los preceptos impugnados.
El motivo común y fundamental que todos los recurrentes
aducen para sostener la inconstitucionalidad de los preceptos
de la Ley impugnada es que mediante el establecimiento de
estas normas el Estado invade la competencia exclusiva de
las Comunidades Autónomas sobre ordenación
del territorio y urbanismo, e incluso la autonomía
municipal.
FUNDAMENTOS JURÍDICOS
1. La inconstitucionalidad que los recurrentes denuncian
se argumenta, en cada uno de los recursos y respecto de
cada uno de los preceptos, mediante razones diversas que
habrán de ser tomadas en consideración cuando,
más abajo, los analicemos en detalle. El motivo común
y fundamental que todos los recurrentes aducen para sostener
la inconstitucionalidad de los artículos que integran
el cuerpo de la Ley (de los elementos comunes a la impugnación
de las Disposiciones transitorias y adicionales nos ocuparemos
más tarde), utilizando en particular frente a cada
uno de ellos, a veces como argumento único y directo,
a veces sólo de modo indirecto o en unión
de otros, es, sin embargo, el de que mediante el establecimiento
de estas normas el Estado invade la competencia exclusiva
de las Comunidades Autónomas sobre ordenación
del territorio y urbanismo, e incluso la autonomía
municipal. Parece indispensable, en consecuencia, antes
de acometer el análisis en particular de los distintos
preceptos, para facilitarlo y evitar reiteraciones, estudiar
directamente el mencionado argumento.
A) La primera cuestión que al acometer tal estudio
se nos plantea es el atinente a cuál sea el alcance
que en relación con el litoral ha de otorgarse a
la competencia sobre la ordenación del territorio.
Si hubiéramos de contemplar sólo el texto
de la Constitución esa cuestión no tendría
apoyo en nuestro Derecho positivo, pues el art. 148.1.3.ª,
que menciona como materia de posible competencia de las
Comunidades Autónomas la de «ordenación
del territorio», no establece, respecto de éste
distinción alguna y ninguna duda cabe tampoco sobre
la pertenencia del litoral al territorio. El bloque de la
constitucionalidad que hemos de tomar en consideración
para pronunciarnos sobre la validez o invalidez de las normas
legales no está integrado, no obstante, sólo
por la Constitución, sino también por otras
normas (art. 28 LOTC), entre las que figuran, muy destacadamente,
las contenidas en los Estatutos de Autonomía. En
este caso, los de siete de las ocho Comunidades recurrentes
(esto es, todas ellas, salvo Cantabria) mencionan la competencia
para la ordenación del litoral como distinta a la
competencia para la ordenación del territorio, a
la que viene a sumarse. Esta diferenciación estatutaria
entre ordenación del territorio y ordenación
del litoral parece responder además a la creencia
de que sólo las Comunidades Autónomas constituidas
al amparo de lo previsto en el art. 151 y Disposición
transitoria segunda C.E. podían asumir desde el momento
mismo de su creación competencia para la ordenación
del litoral, que sólo mediante reforma de su Estatuto,
o por vía de delegación o transferencia, podrían
hacer suya, añadiéndola a la competencia para
la ordenación del territorio, las Comunidades creadas
por la vía que abren el art. 143 y Disposición
transitoria primera C.E. No sólo se menciona, en
efecto, la competencia para la ordenación del litoral
en los Estatutos de Autonomía del País Vasco,
Cataluña, Galicia y Andalucía y no, por el
contrario, en los de Asturias, Cantabria y Murcia, sino
que, de modo absolutamente expresivo, el Estatuto de Autonomía
de Canarias menciona en un lugar (art. 29.11) la competencia
sobre ordenación del territorio como competencia
cuya titularidad se asume en ese momento y en otro distinto
(art. 34) la competencia para la ordenación del litoral,
que sólo se recibirá cuando sea otorgada por
vía de delegación o transferencia.
Esta interpretación que el legislador estatutario
ha hecho de la norma constitucional quiebra, sin embargo,
en el caso del Estatuto de Autonomía de las Islas
Baleares, elaborado y promulgado según el procedimiento
previsto en los arts. 143 y 146 C.E. y que, pese a ello,
precisa (art. 10.3) que la ordenación del territorio
incluye la del litoral.
Nos hallamos así ante dos interpretaciones distintas
de lo dispuesto en el art.. 148.1.3.ª de la C. E. Una,
más restrictiva y sin apoyo alguno en la letra del
precepto, para la cual el concepto de territorio no incluye
el de litoral y que, en consecuencia, entiende que, inicialmente,
la competencia para ordenar este último sólo
puede ser asumida por aquellas Comunidades Autónomas
cuyos Estatutos sólo han de tener en cuenta los límites
establecidos en el art. 149. Otra, más amplia y en
definitiva más congruente con el Texto constitucional,
para la cual el litoral forma parte del territorio de las
Comunidades Autónomas costeras, de manera que su
ordenación puede ser asumida por éstas como
competencia propia desde el momento mismo de su constitución
y sea cual hubiera sido la vía seguida para lograrla.
Esta segunda interpretación del mencionado precepto
(art. 148.1.3.ª) de la Constitución, priva de
relevancia constitucional, en lo que toca a la delimitación
de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas,
a la distinción, innecesaria por tanto a estos efectos,
entre «territorio» y «litoral».
Apoyándonos en ella no sólo hemos de desechar
las reservas que el Abogado del Estado (aunque de modo dubitativo
y más bien en apoyo de otra argumentación)
expresa sobre la constitucionalidad de Estatuto balear,
sino afirmar también que se extiende a la ordenación
del litoral la competencia que a Cantabria otorga su Estatuto
de Autonomía (art. 22.3) sobre «ordenación
del territorio, urbanismo y vivienda».
Esta afirmación no sólo se fundamenta, como
hemos visto, en el texto de la Constitución, sino
incluso en el del propio Estatuto de Autonomía que,
al definir el territorio de la Comunidad Autónoma
(art. 2.2), lo identifica con el de los «municipios
comprendidos dentro de los límites administrativos
de la actual provincia de Santander». Esta definición
(coincidente, por lo demás, con la utilizada en los
Estatutos de Autonomía de Asturias -art. 2- y Murcia
-art. 31-, que no han sido parte en estos recursos) hace
imposible la interpretación restrictiva y excluyente
antes comentada, pues el litoral forma también parte,
sin duda alguna, del territorio de los municipios costeros.
Frente a esta conclusión sólo cabe utilizar
el argumento a contrario. Este sólo tiene pleno sentido,
sin embargo, cuando se comparan normas que tienen idéntico
origen y su contenido de cada uno de los Estatutos de Autonomía
tiene su origen en la iniciativa de órganos ad hoc
cuyo criterio respecto del alcance de los conceptos utilizados
por la Constitución pueden diverger de un caso a
otro, sin que estas divergencias, en cuanto se muevan dentro
del valor común de los términos empleados,
deban ser necesariamente eliminadas por las Cortes Generales.
No hay por tanto razón alguna para sostener que éstas,
al aprobar el Estatuto de Cantabria, no han querido dar
al concepto de territorio el valor pleno que en el Texto
constitucional tiene, aunque en los proyectos de Estatuto
de otras Comunidades Autónomas se hubiera hecho de
él una interpretación más restringida
y se hubiera creído necesario completarlo con una
referencia específica al litoral, quizás por
el distinto entendimiento que en ese momento se tenía
de las competencias de las Entidades locales sobre el litoral.
Hay que entender, por tanto, como conclusión, que
todas las Comunidades costeras competentes para la ordenación
del territorio lo son también para la del litoral,
como sin duda han entendido también los autores de
la Ley de Costas, en cuyo art. 117 se hace una referencia
genérica a todo planeamiento territorial y urbanístico
«que ordene el litoral», concepto este último,
por lo demás, cuya precisión no está
exenta de considerables dificultades, que aquí podemos
obviar, ya que a los efectos de esta Ley, incluye al menos
la ribera del mar y sus zonas de protección e influencia.
B) Sobre el concepto mismo de ordenación del territorio
son escasas las precisiones que se encuentran en nuestra
doctrina. La STC 77/1984 (fundamento jurídico 2.º)
se limita a afirmar que «tiene por objeto la actividad
consistente en la delimitación de los diversos usos
a que pueda destinarse el suelo o espacio físico
territorial», a lo que agrega la STC 56/1986 (que
en concreto se refiere a la competencia sobre urbanismo,
pero en términos perfectamente aplicables a la de
ordenación territorial) que esa competencia exclusiva
de las Comunidades Autónomas no puede impedir al
Estado el ejercicio de sus propias competencias exclusivas
(fundamento jurídico 3.º). Una consecuencia
esta última por lo demás perfectamente obvia,
pues como sucede en todos aquellos casos en los que la titularidad
competencial se establece por referencia a una «política»
(v. gr. protección del medio ambiente, protección
del usuario, etc.), y no por sectores concretos del ordenamiento
o de la actividad pública, tal competencia no puede
ser entendida en términos tales que la sola incardinación
del fin perseguido por la norma (o por el acto concreto)
en tal política permita desconocer la competencia
que a otras instancias corresponde si la misma norma o acto
son contemplados desde otras perspectivas. De otra parte,
y como también es obvio, la ordenación del
territorio es, en nuestro sistema constitucional, un título
competencial específico que tampoco puede ser ignorado,
reduciéndolo a la simple capacidad de planificar,
desde el punto de vista de su incidencia en el territorio,
las actuaciones que por otros títulos ha de llevar
a cabo el ente titular de aquella competencia sin que de
ésta se derive consecuencia alguna para la actuación
de otros entes públicos sobre el mismo territorio.
La ordenación del territorio es, efectivamente,
más una política que una concreta técnica
y una política, además, de enorme amplitud.
La Carta Europea de Ordenación del Territorio, aprobada
por la CEMAT (Conferencia Europea de Ministros de Ordenación
del Territorio) el 23 de mayo de 1983, citada por muchos
de los recurrentes, la define como «expresión
espacial de la política económica, social,
cultural y ecológica de toda sociedad».
Esa enorme amplitud de su ámbito propio evidencia
que quien asume, como competencia propia, la ordenación
del territorio, ha de tomar en cuenta para llevarla a cabo
la incidencia territorial de todas las actuaciones de los
poderes públicos, a fin de garantizar de ese modo
el mejor uso de los recursos del suelo y del subsuelo, del
aire y del agua y el equilibrio entre las distintas partes
del territorio mismo. Cuando todas esas actuaciones sobre
un mismo territorio corresponden a una sola Administración,
o en términos más generales, a un solo ente
público, la ordenación del territorio planteará
siempre problemas de organización, pero no originará
más problemas jurídicos en sentido estricto
que aquellos que surjan de la relación entre las
potestades de la Administración (o los poderes del
ente público) y los derechos de los particulares.
Este supuesto se da raras veces, sin embargo, en la realidad.
La idea de «ordenación» (o de «planificación»,
que es el término utilizado en otras lenguas europeas)
del territorio nació justamente de la necesidad de
coordinar o armonizar, desde el punto de vista de su proyección
territorial, los planes de actuación de distintas
Administraciones. Cuando la función ordenadora se
atribuye a una sola de estas Administraciones, o, como entre
nosotros sucede, a entes dotados de autonomía política
constitucionalmente garantizada, esa atribución no
puede entenderse en términos tan absolutos que elimine
o destruya las competencias que la propia Constitución
reserva al Estado, aunque el uso que éste haga de
ellas condicione necesariamente la ordenación del
territorio.
Este condicionamiento de una competencia atribuida por
referencia a un concepto que la Ley cántabra sobre
la materia (Ley 7/1990) califica de equívoco y la
Ley de Ordenación Territorial de la Comunidad de
Madrid (Ley 10/1984) de «denominación aún
confusa en nuestra reflexión teórica»,
no es ilegítimo y ello no sólo por el hecho
de que el territorio puede ser contemplado desde una perspectiva
nacional y hasta europea, como recuerda la Ley 6/1989, de
la Comunidad Valenciana, sino sobre todo porque, como acabamos
de indicar, es inherente a la idea misma de ordenación
la actuación de poderes distintos, dotados de competencias
propias. Para que el condicionamiento legítimo no
se transforme en usurpación ilegítima, es
indispensable, sin embargo, que el ejercicio de esas otras
competencias se mantenga dentro de sus límites propios,
sin utilizarlas para proceder, bajo su cobertura, a la ordenación
del territorio en el que han de ejercerse. Habrá
que atender por tanto en cada caso a cuál es la competencia
ejercida por el Estado, y sobre qué parte del territorio
de la Comunidad Autónoma opera, para resolver sobre
la legitimidad, o ilegitimidad de los preceptos impugnados.
C) No es, desde luego, la ordenación del territorio
el objetivo perseguido por la Ley impugnada. Su objeto,
definido en el art. 1, es la «determinación,
protección, utilización y policía del
dominio público marítimo-terrestre y especialmente
de la ribera del mar». Es desde la perspectiva de
esta auto-definición desde donde se ha de juzgar
fundamentalmente la legitimidad de la normativa estatal,
que los recurrentes niegan en cuanto que tal normativa condiciona
o limita la competencia que las Comunidades autónomas
tienen para la ordenación de su propio territorio,
incluido el litoral.
Es sabido que, según una doctrina que muy reiteradamente
hemos sostenido [SSTC 77/1984, fundamento jurídico
3.º, 227/1988, fundamento jurídico 14, y 103/1989,
fundamento jurídico 6.º.a)] la titularidad del
dominio público no es, en sí misma, un criterio
de delimitación competencial y que, en consecuencia,
la naturaleza demanial no aísla a la porción
del territorio así caracterizado de su entorno, ni
la sustrae de las competencias que sobre ese aspecto corresponden
a otros entes públicos que no ostentan esa titularidad.
Tal doctrina no significa, sin embargo, que la Constitución
no establezca con absoluta precisión que es competencia
propia del Estado la determinación de aquellas categorías
de bienes que integran el dominio público natural
y que atribuya al Estado la titularidad del mismo, como
ya se declaró en la STC 227/1988 (fundamento jurídico
14). Según allí se demuestra no sólo
resulta, en efecto, del análisis del art. 132 C.E.
la conclusión de que «tratándose del
demanio natural es lógico que la potestad de demanializar
se reserve en exclusiva al Estado y que los géneros
naturales de bienes que unitariamente lo integran se incluyan
asimismo, como unidad indivisible en el dominio estatal»,
sino que esa solución es la única compatible
con otros preceptos constitucionales, muy especialmente
los contenidos en los párrafos primero y octavo del
apartado primero del art. 149.
Esta facultad del legislador estatal para definir el dominio
público estatal (art. 132.2 C.E.) y para establecer
el régimen jurídico de todos los bienes que
lo integran, está constitucionalmente sujeta a condicionamientos
que la propia Constitución establece de modo explícito
o que implícita, pero necesariamente, resultan de
la interpretación sistemática de la Norma
fundamental. Como en el presente caso su contenido del dominio
público, el género de bienes que lo integran,
está establecido por la propia Constitución,
el legislador se limita, al definirlo, a ejecutar un mandato
constitucional y se excusan otras consideraciones respecto
del condicionamiento que a la facultad para incluir en el
dominio público, genéricamente, los bienes
de otra naturaleza o clase, impone la misma Constitución.
Sí resulta necesario recordar que, en lo que toca
al régimen jurídico de los bienes que integran
el dominio público marítimo-terrestre, el
legislador no sólo ha de inspirarse en los principios
de inalienabilidad, imprescriptibilidad e inembargabilidad,
sino que además ha de adoptar todas las medidas que
crea necesarias para preservar sus características
propias. Ciertamente esta inclusión en la legislación
reguladora del régimen jurídico de los bienes
del dominio público natural cuya titularidad corresponde
al Estado de las medidas de protección necesarias
para asegurar la integridad de esa titularidad se impone
como necesidad lógica en todo caso, y así
lo declaramos, en lo que concierne a las aguas, en la ya
citada STC 227/1988 (fundamento jurídico 18). En
el caso del dominio público marítimo-terrestre
se trata además, sin embargo, de una expresa necesidad
jurídico-positiva, constitucional, pues como es obvio,
el mandato del constituyente quedaría burlado si
el legislador obrase de modo tal que, aun reteniendo físicamente
en el dominio público del Estado la zona marítimo-terrestre,
tolerase que su naturaleza y sus características
fueran destruidas o alteradas.
De otro lado, es igualmente evidente que de esa titularidad
derivan también facultades propias para la Administración
del Estado, de las que no es necesario ocuparse ahora, pues
las cuestiones que respecto de la misma se suscitan habrán
de ser tratadas al analizar las previsiones legales sobre
la utilización del demanio en el fundamento cuarto.
D) Esta naturaleza y estas características de la
zona marítimo-terrestre no se reducen, como es bien
sabido, al simple hecho físico de ser esa zona el
espacio en el que entran en contacto el mar y la tierra.
De esa situación derivan una serie de funciones sociales
que la Carta Europea del Litoral resume, en el primero de
sus apartados, señalando que es esencial para el
mantenimiento de los equilibrios naturales que condicionan
la vida humana, ocupa un lugar estratégico en el
desarrollo económico y en la reestructuración
de la economía mundial, es soporte de las actividades
económicas y sociales que crean empleo para la población
residente, es indispensable para el recreo físico
y psíquico de las poblaciones sometidas a la presión
creciente de la vida urbana y ocupa un lugar esencial en
las satisfacciones estéticas y culturales de la persona
humana. Para servir a estas funciones el legislador estatal
no sólo está facultado, sino obligado, a proteger
el demanio marítimo-terrestre a fin de asegurar tanto
el mantenimiento de su integridad física y jurídica,
como su uso público y sus valores paisajísticos.
Estas finalidades que ampara el art. 45 C.E. no pueden
alcanzarse, sin embargo, sin limitar o condicionar de algún
modo las utilizaciones del demanio y el uso que sus propietarios
pueden hacer de los terrenos colindantes con él y,
en consecuencia, tampoco sin incidir sobre la competencia
que para la ordenación del territorio ostentan las
Comunidades Autónomas costeras. Esta incidencia está
legitimada, en lo que al espacio demanial se refiere, por
la titularidad estatal del mismo. En lo que toca a los terrenos
colindantes es claro, sin embargo, que tal titularidad no
existe y que la articulación entre la obligación
estatal de proteger las características propias del
dominio público marítimo-terrestre y asegurar
su libre uso público, de una parte, y la competencia
autonómica sobre la ordenación territorial,
de la otra, ha de hacerse por otra vía, apoyándose
en otras competencias reservadas al Estado en exclusiva
por el art. 149.1 de la C.E. Entre éstas, y aparte
otras competencias sectoriales que legitiman la acción
normativa e incluso ejecutiva del Estado en supuestos concretos
(así las enunciadas en los párrafos 4.º,
8.º, 13.º, 20.º, 21.º ó 24.º
del citado art. 149.1 C.E.), son dos los títulos
competenciales, por así decir generales, a los que
se ha de acudir para resolver conforme a la Constitución
el problema que plantea la antes mencionada articulación.
El primero de tales títulos es el enunciado en el
art. 149.1.1, que opera aquí en dos planos distintos.
En primer lugar para asegurar una igualdad básica
en el ejercicio del derecho a disfrutar de un medio ambiente
adecuado al desarrollo de la persona (art. 45 C.E.), en
relación con el dominio público marítimo-terrestre,
cuya importancia a estos efectos ya ha sido señalada
antes con referencia a la Carta Europea del Litoral. No
es ya la titularidad demanial, sino la competencia que le
atribuye el citado art. 149.1.1, la que fundamenta la legitimidad
de todas aquellas normas destinadas a garantizar, en condiciones
básicamente iguales, la utilización pública,
libre y gratuita del demanio para los usos comunes y a establecer,
correlativamente, el régimen jurídico de aquellos
usos u ocupaciones que no lo son. De otro lado, tanto para
asegurar la integridad física y las características
propias de la zona marítimo-terrestre como para garantizar
su accesibilidad es imprescindible imponer servidumbres
sobre los terrenos colindantes y limitar las facultades
dominicales de sus propietarios, afectando así, de
manera importante, el derecho que garantiza el art. 33.1
y 2 de la C.E. La necesidad de asegurar la igualdad de todos
los españoles en el ejercicio de este derecho no
quedaría asegurada si el Estado, en uso de la competencia
exclusiva que le otorga el art. 149.1.1, no regulase las
condiciones básicas de la propiedad sobre los terrenos
colindantes de la zona marítimo-terrestre, una regulación
que, naturalmente, no excluye la posibilidad de que, a través
de los correspondientes instrumentos de ordenación,
las Comunidades Autónomas condicionen adicionalmente
el uso que a esos terrenos puede darse.
El segundo, aunque no secundario, de los indicados títulos
es el que, en relación con la protección del
medio ambiente consagra el art. 149.1.23. Como se sabe,
la competencia allí reservada al Estado es la relativa
al establecimiento de la legislación básica,
que puede ser complementada con normas adicionales, cuando
así lo prevén los respectivos Estatutos, así
como el ejercicio de las funciones de ejecución necesarias
para la efectividad de esa legislación. Es, sin duda,
la protección de la naturaleza la finalidad inmediata
que persiguen las normas mediante las que se establecen
limitaciones en el uso de los terrenos colindantes a fin
de preservar las características propias (incluso,
claro está, los valores paisajísticos) de
la zona marítimo-terrestre y, por tanto, es a partir
de esa finalidad primaria como se han de articular, para
respetar la delimitación competencial que impone
el bloque de la constitucionalidad, la obligación
que al legislador estatal impone el art. 132.2 de la C.E.
y las competencias asumidas por las Comunidades Autónomas.
Conviene subrayar ya en este momento, que los términos
en los que la Constitución (art. 149.1.23) recoge
la competencia exclusiva del Estado concerniente a la protección
del medio ambiente ofrecen una peculiaridad que no puede
ser desdeñada a la hora de establecer su significado
preciso. No utiliza aquí la Constitución,
en efecto, como en otros lugares (v. gr. en el art. 149.1.13.º,
16.º, 18.º ó 25.º) el concepto de
bases, sino el de legislación básica del que
también hace uso en otros párrafos (17.º
y 27.º) del mismo apartado 1.º del art. 149. A
diferencia de lo que en éstos sucede, sin embargo,
no agrega explícitamente (como en el art. 149.1.27.º),
ni implícitamente admite (así el 149.1.17.º)
que el desarrollo de esta legislación básica
pueda ser asumido, como competencia propia, por las Comunidades
Autónomas, sino que precisa que la eventual competencia
normativa de éstas es la de «establecer normas
adicionales de protección».
Aunque esta redacción del Texto constitucional lleva
naturalmente a la conclusión de que el constituyente
no ha pretendido reservar a la competencia legislativa del
Estado sólo el establecimiento de preceptos básicos
necesitados de ulterior desarrollo, sino que, por el contrario,
ha entendido que había de ser el Estado el que estableciese
toda la normativa que considerase indispensable para la
protección del medio ambiente (sin perjuicio, claro
está, de que este standard proteccionista común
fuese mejorado, por así decir, por las Comunidades
Autónomas) y aunque, efectivamente algunos Estatutos
de Autonomía se ajustan precisamente a este entendimiento
(así EA Galicia, art. 27.30.º; EA Valencia,
art. 32.6.º; EA Baleares, art. 11.5.º, por ceñirnos
a las Comunidades Autónomas actoras en los presentes
recursos que han asumido competencias normativas), hay otros
Estatutos de Autonomía [así EA País
Vasco, art. 11.1.º.a); EA Cataluña, art. 10.6.º
y EA Andalucía, art. 15.17.ª] que atribuyen
a la correspondiente Comunidad Autónoma competencia
para desarrollar la legislación básica del
Estado sobre medio ambiente.
Esta atribución es, sin duda, legítima, pues
al precisar que el Estado tiene competencia exclusiva para
la legislación básica sobre protección
del medio ambiente, «sin perjuicio de las facultades
de las Comunidades Autónomas de establecer normas
adicionales de protección», la Constitución
no excluye la posibilidad de que las Comunidades Autónomas
puedan desarrollar también, mediante normas legales
o reglamentarias, la legislación estatal, cuando
específicamente sus Estatutos les hayan atribuido
esta competencia. La obligada interpretación de los
Estatutos conforme a la Constitución fuerza a entender,
sin embargo, que en materia de medio ambiente el deber estatal
de dejar un margen al desarrollo de la legislación
básica por la normativa autonómica es menor
que en otros ámbitos y que, en consecuencia, no cabe
afirmar la inconstitucionalidad de las normas estatales
aduciendo que, por el detalle con el que están concebidas,
no permiten desarrollo normativo alguno.
Esta consideración, unida a la evidente dificultad
que en la práctica ofrece la distinción entre
normas que desarrollan la legislación estatal y normas
que establecen medidas adicionales de protección,
permite establecer una cierta equiparación, a estos
efectos, entre todas las Comunidades Autónomas.
Con arreglo a estas ideas generales y sin perjuicio de
examinar otros posibles títulos competenciales cuando
la materia concreta lo requiera, pasamos al análisis
de las impugnaciones dirigidas contra los distintos artículos.
Ordenaremos este análisis siguiendo los Títulos
en los que la propia Ley está dividida aunque, ocasionalmente,
en razón de la conexión existente entre los
preceptos, hayamos de hacer referencia, en el análisis
del contenido de un determinado Título, a preceptos
que se hallan fuera de él.
2. El Título I está dividido en cuatro Capítulos
y comprende dieciocho artículos (del 3 al 20), de
los cuales se impugnan los 3.1; 4; 5 (y por conexión
con ellos 9.1; 11 y 18.1); 13, 15 y 16, así como,
por la relación que guardan con otros preceptos del
Título II, los arts. 6.1; 12.5 y 15.
A) Artículo 3.1.a).
Los recursos que postulan la declaración de inconstitucionalidad
de este precepto, suscritos por el Gobierno Vasco y el Consejo
Ejecutivo de la Generalidad de Cataluña no basan
su impugnación en la transgresión de norma
alguna de delimitación competencial, sino en la violación
del principio de seguridad jurídica que implica la
utilización de un criterio («hasta donde alcanzan
las olas en los mayores temporales conocidos») que
se aparta de los utilizados en leyes anteriores, puede variar
con el transcurso del tiempo y no coincide con su contenido
que las instituciones garantizadas por la Constitución
tienen en la conciencia social. Con estos argumentos, viene
a coincidir el utilizado por la Comunidad Autónoma
de las Islas Baleares que, sin embargo, no demanda la inconstitucionalidad
de este precepto, al sostener que los conceptos utilizados
en el art. 132.2 de la Constitución deben ser entendidos
de acuerdo con las definiciones legales vigentes en el momento
de la promulgación de aquélla.
Que la nueva Ley utilice para la delimitación de
la zona marítimo-terrestre una definición
distinta de un concepto ya utilizado por leyes anteriores
sobre la materia, no es, ciertamente, razón alguna
que abone su inconstitucionalidad. Una cosa es que las Instituciones
públicas o los Institutos de Derecho privado constitucionalmente
garantizados no puedan ser modificados en términos
que afecten a su contenido esencial, de manera que, aun
conservándose la antigua denominación, ésta
venga a designar un CONTENIDO en el que la conciencia social
no reconoce ya la Institución garantizada y otra
bien distinta que el legislador no pueda modificar las definiciones
o los criterios definitorios de realidades naturales, no
jurídicas, a las que la Constitución alude.
La Constitución, al facultar al legislador para
determinar qué bienes han de formar parte del dominio
público estatal, determina por sí misma (imponiendo
con ello al legislador la obligación de incluirlos
en el demanio) que en todo caso formara parte de él
la zona marítimo-terrestre y las playas, pero como
es evidente, no pretende atribuir a estos conceptos otro
CONTENIDO que el de su valor léxico, ni eleva a rango
constitucional las definiciones legales previas. El legislador,
al definirlos con mayor precisión para establecer
una más nítida delimitación del demanio,
que es una de las finalidades plausibles de la Ley impugnada,
no puede ignorar este valor léxico, pero, ateniéndose
a él, es libre para escoger los criterios definitorios
que considere más convenientes.
Es claro que el criterio ahora utilizado, como todo criterio
que hace referencia al cambio en el tiempo, adolece de una
cierta imprecisión, puesto que puede modificarse
nuestro conocimiento del pasado y no tenemos el del porvenir.
No puede tacharse, sin embargo, en modo alguno de irracional
o caprichoso, ni se aparta en nada de la noción genérica
de la zona marítimo-terrestre como zona en donde
el mar entre en contacto con la tierra emergida, ni, por
último, difiere sustancialmente de los empleados
con anterioridad. Determinar cuál es el punto donde
alcanzan «las olas en los mayores temporales conocidos»
no entraña mayor dificultad que fijar aquél
a donde llegan «las mayores olas de los temporales»,
que era el criterio acogido por las Leyes de Puertos de
1880 y 1928, ni siquiera cuando el sustantivo «temporal»
se acompaña del adjetivo «ordinario»
como hizo la Ley de Costas de 1969, pues también
este adjetivo, con el que se aludía a la habitualidad
o frecuencia, lleva a distintas soluciones en función
de cuál sea el período de tiempo considerado
y de los que por frecuencia quiera entenderse.
Es posible que el nuevo criterio lleve a considerar como
partes del demanio fincas que anteriormente no lo integraban,
pero el problema que de ello pueda resultar en nada afecta
a la constitucionalidad del precepto que ahora analizamos
y habrá de ser tratado, en su caso, al estudiar la
impugnación dirigida contra las Disposiciones transitorias.
B) Artículos 4 y 5.
Por razones en buena medida análogas a las ya expuestas
sostiene también la inconstitucionalidad de los arts.
4 (excepto el apartado 3.º) y 5 (excepto la expresión
«en cuyo caso serán de dominio público
su zona marítimo-terrestre y playas» y la referencia
a los arts. 3 y 4) el Gobierno Vasco, que atribuye además
a estos preceptos consecuencias idénticas a las que
son propias de las «leyes meramente interpretativas»,
que consideramos inconstitucionales en la STC 76/1983.
En cuanto que el precepto incluye en el demanio bienes
que no están directamente aludidos por la Constitución,
ha de considerarse dictado en virtud de la facultad que
la misma Constitución concede al legislador para
determinar los bienes que integran el dominio público.
Aunque esa facultad no aparece acompañada, en el
artículo (132.2) que la otorga, de limitación
expresa alguna, es evidente que de los principios y derechos
que la Constitución consagra cabe deducir sin esfuerzo
que se trata de una facultad limitada, que no puede ser
utilizada para situar fuera del comercio cualquier bien
o género de bienes si no es para servir de este modo
a finalidades lícitas que no podrían ser atendidas
eficazmente con otras medidas. En el presente caso la finalidad
perseguida es, claro está, la de «la determinación,
protección, utilización y policía del
dominio público marítimo-terrestre y especialmente
de la ribera del mar», que es la explícitamente
proclamada en el art. 1 de la Ley impugnada. Atendida esta
finalidad, no cabe imputar exceso alguno al legislador en
ninguna de las determinaciones que los distintos apartados
del art. 4 hacen, ni menos aún en su contenido del
art. 5, que expresamente excluye la incorporación
al dominio público de las islas que sean de propiedad
privada de particulares o de Entidades públicas o
procedan de la desmembración de éstas. Aquellas
determinaciones se refieren en todo caso a tierras que han
formado parte del lecho marino (apartados 1.º y 2.º)
o que quedan cubiertos por él (3.º) o que han
estado integrados en la zona marítimo-terrestre o
son prácticamente indiscernibles de ella (apartados
4.º, 5.º y 6.º), o se incorporan a ellas
en virtud de un negocio jurídico (apartados 7.º
y 8.º) o, por último, están ocupados
por obras que son parte del dominio público estatal
por afectación (apartados 9.º, 10 y 11).
De otra parte, es claro que el hecho de que estas normas
entrañen alguna consecuencia en cuanto a la delimitación
de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas
no permite considerarlas en modo alguno como normas meramente
interpretativas. La interdicción de este género
de normas, de acuerdo con las razones que se dan en el fundamento
jurídico 4.º de nuestra STC 76/1983 y las consecuencias
que de ellas se extraen en el fundamento jurídico
5.º, está referida, como es lógico, a
la interpretación de conceptos jurídicos,
no a la delimitación de los espacios naturales a
los que las normas han de aplicarse. Como ya dijimos en
STC 227/1988, «una cosa es que el legislador estatal
realice, con pretensiones normativas de validez general,
una interpretación genérica y abstracta del
sistema constitucional y estatutario de delimitación
de competencias, subrogándose en el ejercicio del
poder constituyente sin una expresa previsión constitucional
o estatutaria, y otra muy distinta que ejercite las potestades
normativas que la Constitución y los Estatutos de
Autonomía le atribuyen específicamente para
la regulación de un sector material del ordenamiento.
El desarrollo de esta actividad requiere como presupuesto
lógico, una interpretación del alcance y de
los límites de la competencia legislativa del Estado,
definida en la Constitución y en los Estatutos».
Es evidente que al ejercer la facultad que el art. 132.2
le otorga para regular el dominio público, el legislador
estatal no puede eludir la necesidad de establecer los criterios
que permiten identificar los bienes que integran el «demanio
natural». Esos criterios podrán ser impugnados,
en cuanto a su validez constitucional, por no ajustarse
a preceptos concretos de la Constitución o a los
principios que ella, de modo explícito o implícito
consagra, pero no en razón de las consecuencias inevitables
que la aplicación de esos criterios entrañaría
en cuanto a la delimitación espacial, no conceptual,
de las competencias del Estado y de las Comunidades Autónomas.
C) Artículos 8 y 9.
Con independencia de la impugnación que el Gobierno
Vasco hace del art. 9.1 por su conexión con el art.
4, este artículo y los que le preceden, esto es,
los arts. 8 y 9, son impugnados por el Gobierno cántabro
por violación de los derechos adquiridos sobre marismas
y playas por virtud de lo dispuesto en el art. 92 del Reglamento
de Puertos de 1928.
su contenido de estos dos artículos, en cierto sentido
complementarios, dimana necesariamente de los principios
a que la Constitución (art. 132.1) sujeta el régimen
jurídico de los bienes de dominio público,
principios que el art. 7 de esta misma Ley aplica al dominio
marítimo-terrestre. En ellos se establece, hacia
el futuro, una doble prohibición, de cuya infracción
se extraen las consecuencias oportunas en relación
con las inscripciones registrales y los actos administrativos.
No se admite ni se niega en ellos la existencia de derechos
adquiridos, a los que pretendieran hacer referencia, en
el momento de elaboración de la Constitución,
algunas enmiendas que entonces no se incorporaron, aunque
sí se niega todo valor obstativo frente al dominio
público de las detentaciones privadas, aun amparadas
por inscripciones en el Registro de la Propiedad. En cuanto
que no se trate de pura detentación, sino de disfrute
conforme a un título legítimo (derivado o
no de los preceptos o concesiones para la desecación
de marismas, a los que el recurso alude), es decir, de auténticos
derechos, la situación, está regulada en las
Disposiciones transitorias, especialmente primera y segunda,
cuya legitimidad constitucional, también negada en
diversos recursos, habrá de ser analizada más
tarde. Como simples disposiciones generales y abstractas,
estos preceptos no sólo no son, en consecuencia,
contrarios a la Constitución, sino cumplimiento del
mandato que ésta dirige al legislador.
D) Artículo 13.
La impugnación de este precepto por los Consejos
Ejecutivos de las Comunidades Autónomas de Cataluña
y de las Islas Baleares se basa, sustancialmente, en la
consideración de que, al disponerse en él
que el deslinde aprobado es título bastante para
declarar la posesión y la titularidad dominical del
Estado y para rectificar, en consecuencia, las inscripciones
registrales contradictorias, se dota al acto administrativo
de la eficacia propia de las Sentencias judiciales, con
violación, entre otros, del art. 106 C.E. A esta
consideración se añade la de que, en la medida
en que la nueva definición amplía el dominio
marítimo terrestre, esta eficacia directa e incontestable
del acto de aprobación del deslinde conlleva también
una expropiación sin indemnización, que viola
lo dispuesto en el art. 33.3 C.E.
Tanto una como otra consideración parte, sin embargo,
de una interpretación errónea del contenido
de los preceptos impugnados. La última de las mencionadas
evoca un supuesto que, allí en donde se dé,
determinará la aplicación de lo dispuesto
en las Disposiciones transitorias y habrá de ser
considerado al analizarlas.
Tampoco rinde cuenta exacta del contenido real del precepto
que ahora estudiamos la caracterización del acto
aprobatorio del deslinde como un acto dotado de la firmeza
propia de las Sentencias judiciales e invulnerable al control
jurisdiccional. Que esto no es así lo evidencia el
inciso final del apartado 2.º del artículo,
en donde se reconoce, de modo quizás innecesario,
el derecho de los afectados por el deslinde a ejercer las
acciones que estimen pertinentes en defensa de sus derechos,
acciones que podrán ser objeto de anotación
preventiva en el Registro de la Propiedad y que, sin duda,
podrán seguirse tanto en la vía contencioso-administrativa,
como en la civil, aunque sólo a estas últimas
se refiere el art. 14 (no impugnado) de la misma Ley. Esta
interpretación que es la que deriva naturalmente
de la letra del precepto es, por lo demás, la acogida
en el art. 29 del Reglamento, que es el que lo desarrolla.
E) Artículos 15 y 16.
El primero de estos artículos es impugnado por el
Gobierno Vasco por la referencia que en él se hace
a la zona de servidumbre que establece y regula el título
II. Se trata, en consecuencia, de una inconstitucionalidad
que se postula sólo por conexión y que no
es éste, en consecuencia, el momento de analizar.
El Gobierno de Cantabria reprocha a ambos artículos
la infracción del principio de seguridad jurídica,
en cuanto que no fijan plazo para la conclusión del
deslinde y demoran el proceso de inmatriculación.
La breve argumentación que el Gobierno Cántabro
aporta no va dirigida realmente contra los tres primeros
apartados del art. 15, que en buena medida se limitan a
recoger, elevando su rango, normas preexistentes (Real Decreto
1156/1986), sino especialmente contra el apartado 4.º,
pues es éste el que prohíbe la inscripción
de las fincas enclavadas en zonas en las que el deslinde
no esté aún aprobado.
Prescindiendo del hecho de que el precepto no prohíbe
la inscripción, sino que, en un supuesto típico
de cierre provisional del Registro, declara en suspenso
la solicitud a tal efecto cursada, es sin duda cierto que
al no prever un plazo determinado para la conclusión
del expediente, sino sólo para su iniciación,
parece que puede producir el resultado, que la Comunidad
recurrente entiende contrario al principio de seguridad
jurídica, de prolongar durante mucho tiempo la solicitud
de inscripción registral. Esa posibilidad no puede
descartarse, como pretende el Abogado del Estado, apelando
a lo dispuesto con carácter general en el art. 61
de la Ley de Procedimiento Administrativo, tan fácil
y frecuentemente soslayado, pero aun así no se infringe
con ello el principio de seguridad jurídica. Ni de
éste deriva necesariamente la necesidad de inscripción
instantánea en el Registro de la Propiedad de todas
las solicitudes que en él se presenten, ni la solicitud
de inscripción (rectius, la inscripción misma),
declarada en suspenso deja de entrañar efectos favorables
a la seguridad jurídica, que por el contrario podría
verse más gravemente perjudicada por inscripciones
registrales destinadas a sufrir casi inevitablemente alteraciones
una vez efectuado el deslinde. Por lo demás y como
evidencia el Reglamento (art. 32.2.º, 3.º y 4.º),
la previsión que aquí se echa de menos en
la Ley es una previsión típicamente reglamentaria
cuyo lugar propio no está en la Ley misma.
Tampoco en el 16, respecto del que no se argumenta en particular
y que, en lo sustancial, se limita a extender a las inscripciones
de exceso de cabida lo dispuesto en el artículo anterior
se advierte vicio de inconstitucionalidad alguno. Al quedar
desechadas las razones por las que se impugnan los arts.
3.1, a); 4 y 5, decae también la impugnación
de los arts. 9.1; 11 y 18.1, cuya inconstitucionalidad postula
el Gobierno Vasco por su conexión con aquéllos.
La decisión sobre otros artículos de este
Título I, que son impugnados por la relación
existente entre ellos y las previsiones contenidas en el
Título II, se adoptará al analizar los recursos
dirigidos contra este último. Este es el caso de
los arts. 6.1; 12.5 y 15.
3. El Título II de la Ley que, según su epígrafe,
regula las «limitaciones de la propiedad sobre los
terrenos contiguos a la ribera del mar por razones de protección
del dominio público marítimo-terrestre»
y está dividido en cuatro capítulos, comprende
once artículos, todos ellos impugnados por uno u
otro de los recurrentes y en su mayoría por la totalidad
de éstos.
A) Artículo 20.
El art. 20, que sólo se impugna por la Generalidad
de Cataluña, viene a precisar genéricamente
su contenido de la protección del dominio público
marítimo-terrestre, estableciendo que comprende la
defensa de su integridad y de los fines de uso general a
que está destinado, así como la preservación
de sus características y elementos naturales y la
prevención de las perjudiciales consecuencias de
obras e instalaciones.
No se advierte motivo alguno de inconstitucionalidad en
este precepto, pues el legislador estatal, al precisar los
fines y objetivos que tratan de alcanzarse a través
de la protección del demanio, no se ha extralimitado
en el ejercicio de sus competencias, ni vulnerado el ámbito
competencial propio de las Comunidades Autónomas
relativo a la ordenación del litoral y del territorio
y al urbanismo.
Es cierto que su contenido dado a la protección
demanial en este art. 20 no coincide con una determinada
concepción jurídica estricta del régimen
de protección de los bienes demaniales, fundamentalmente
centrada en la articulación de los medios jurídicos
precisos para la defensa de la integridad -patrimonial-
del demanio. Ni aun si se acepta esa estrecha concepción,
que no es, como se ha visto en el fundamento jurídico
1.º, la que resulta de la Constitución, quedaría
desprovisto de cobertura competencial, sin embargo, el artículo
que ahora analizamos, ya que no es reprochable -en términos
competenciales- que el legislador estatal describa anticipadamente
los fines tendentes a proteger el dominio público
marítimo-terrestre sin prejuzgar a quién corresponda
regular y adoptar las medidas y decisiones que hagan efectivos
dichos fines. De ahí que el Abogado del Estado pueda
afirmar que se trata de un precepto competencialmente inocuo.
El carácter demanial natural de los bienes marítimos
y la titularidad estatal de los mismos, es título
suficiente para que el legislador estatal adopte una previsión
como la que se impugna. Que algunas de las medidas que deban
adaptarse para dar satisfacción a esos fines protectores
se ubiquen en unas u otras de las materias sobre las que
se ha efectuado el reparto competencial y que, a resultas
de ello, la competencia para su adopción venga a
corresponder a unas u otras instancias territoriales, es
cuestión que no queda aquí prejuzgada. Pero
también puede afirmarse que, aun cuando hipotéticamente
correspondiesen alguna de ellas a las Comunidades Autónomas,
no resulta ilegítimo que el legislador estatal las
englobe en un concepto amplio de protección demanial.
B) Artículo 21.
El art. 21 es impugnado en su totalidad, si bien es preciso
examinar por separado la impugnación, de una parte,
de los dos primeros apartados y, de otra, la del apartado
3, por cuanto es distinta la problemática y los correlativos
motivos de inconstitucionalidad que unos y otros plantean.
a) Los apartados 1 y 2 son impugnados por la Generalidad
de Cataluña por conexión necesaria con el
art. 20.
Descartada la inconstitucionalidad de aquél queda
sin base la impugnación de estos apartados 1 y 2
del art. 21, restando añadir que la sujeción,
con carácter general, de los terrenos colindantes
con el dominio público a las servidumbres y limitaciones
del dominio que regula la Ley trae razón de ser,
como antes se dijo, de la propia naturaleza, características
y función social de los bienes que integran el dominio
público marítimo-terrestre, lo que obliga
a limitar el uso que pueda hacerse de tales terrenos colindantes
al amparo, genéricamente, del título resultante
del art. 149.1.23 C.E. Como también hemos dicho,
tratándose de terrenos que no forman parte del dominio
público, esta limitación sólo puede
hacerse derivar de la competencia estatal para dictar la
legislación básica sobre protección
del medio ambiente, cuya ejecución corresponde a
las Comunidades Autónomas. La incardinación
de estas limitaciones en el mencionado título competencial,
con la consecuencia de que su ejecución haya de entenderse
atribuida a las Comunidades Autónomas, no excluye,
claro está, la posibilidad de que el Estado pueda
utilizar otras competencias sectoriales como efectivamente
sucede con la de defensa (art. 149.1.4 C.E.), que da plena
cobertura al apartado 2 de este artículo 21, en el
que se exceptúa de la referida sujeción a
los terrenos expresamente declarados de interés para
la seguridad y la defensa nacional, conforme a su legislación
específica.
De otra parte, que las limitaciones y servidumbres prevalezcan
«sobre la interposición de cualquier acción»
y sean «imprescriptibles en todo caso», encuentra
a su vez respaldo en la competencia reservada al Estado
en las materias de legislación procesal y civil (art.
149.1.6 y 8 C.E.), por lo que ningún reparo cabe
oponer, desde la consideración del orden constitucional
de distribución de competencias, a los apartados
1 y 2 del art. 21.
b) Mayor solidez tienen las objeciones que muchos de los
recurrentes hacen al apartado tercero de este artículo,
en el que se atribuye a todos los preceptos que integran
el título el carácter de «regulación
mínima y complementaria de la que dicten las Comunidades
Autónomas en el ámbito de sus competencias».
En primer lugar, y pese al esfuerzo argumental que en contrario
hace la Abogacía del Estado, resulta difícil
comprender cómo pueden conjugarse los dos adjetivos
que se predican de la regulación, pues si ésta
es mínima por fijar las condiciones básicas
del ejercicio del derecho de propiedad en los terrenos colindantes,
como sugiere la exposición de motivos (apartado IV),
no se adivina cómo podría ser al mismo tiempo
complementaria de otra normativa que, en el mejor de los
casos y si las Comunidades Autónomas costeras tuvieran
competencia para ello, sólo podría acrecer,
nunca disminuir, las cargas (servidumbres y limitaciones)
que el legislador estatal ha impuesto sobre la propiedad
del suelo en la zona colindante.
La manifiesta impropiedad del carácter «complementario»
que el precepto atribuye a la regulación a que se
refiere, no es sin embargo, razón suficiente para
declarar la inconstitucionalidad de aquél pues, como
ya hemos afirmado en otras ocasiones, la imperfección
técnica no es causa de invalidez. Tampoco resulta
evidente, sin embargo, ni qué es lo que por regulación
«mínima» deba entenderse, ni qué
es lo que el precepto en cuestión añade a
la fuerza vinculante de los restantes artículos del
Título II. Si éstos carecen de ella por exceder,
por ejemplo, de la competencia del legislador estatal para
dictarlos, es claro que no la adquirirán por obra
de esta declaración, pues como ya dijimos en nuestra
STC 76/1983, fundamento jurídico 4, b), y es, por
lo demás, obvio «el legislador no puede dictar
normas que incidan en el sistema constitucional de distribución
de competencias para integrar hipotéticas lagunas
existentes en la Constitución», si por el contrario,
la tienen, es manifiestamente innecesario declararla.
Desde esta perspectiva, el precepto es seguramente técnicamente
incorrecto o superfluo. No obstante, debiendo ser entendida
buena parte de los preceptos que integran este Título
como legislación básica sobre protección
del medio ambiente, tampoco hay inconveniente en admitir
que la adjetivación empleada para calificar la «regulación»
estatal alude al carácter básico de ésta.
Es cierto que, con ello, no se dota a los preceptos que
integran esta regulación de mayor valor que el que
intrínsecamente les corresponda, de manera que el
enunciado se convierte en simple norma de reenvío
de CONTENIDO tautológico, como propone el Abogado
del Estado, y que la exposición de motivos de la
Ley no hace referencia alguna al art. 149.1.23, pero la
inocuidad misma del tenor literal del precepto hace imposible
que, así entendido, pueda ser considerado contrario
a la Constitución.
C) Artículo 22.
El art. 22 habilita a la Administración del Estado
(en concreto al Ministerio de Obras Públicas, según
la Disposición final primera, 2) para dictar normas
para la protección de determinados tramos de costa,
en desarrollo de lo previsto en los arts. 23.2, 25, 26.1,
27.2, 28.1 y 29 de la misma Ley y establece el procedimiento
a seguir que requiere la consulta previa con las Comunidades
Autónomas y los Ayuntamientos cuya jurisdicción
incluya los tramos de costa afectados por tales normas.
Del tenor literal del precepto, que refuerza en lo que toca
a la eventual ampliación de la zona de servidumbre
de protección su contenido del art. 23.2, se desprende
que tales normas no podrán ser aprobadas si se opone
una cualquiera de las Administraciones interesadas. Esta
necesidad de la concurrencia de todos los poderes públicos
con competencias propias sobre el territorio, que explícitamente
reconoce el Reglamento (art. 42.3), reduce al mínimo
posible la función del Estado en la protección
del demanio y, en consecuencia, no excluye la competencia
autonómica que se mantiene plena en cuanto que puede
o no asentir a las normas propuestas que, sin su asentimiento,
no llegarán a nacer.
Las normas en cuestión han de tener por objeto la
modificación de las que la propia Ley establece con
carácter general sobre la anchura de la zona de protección
(art. 23), los usos que en ella se prohíben (art.
25), el otorgamiento de autorizaciones para los permitidos
(art. 26), la ampliación de la anchura del tránsito
(art. 27.2), la servidumbre de acceso público al
mar (art. 28.1) y los tramos finales de los cauces de los
ríos (art. 29.1). Es indudable que tales normas,
que habrán de referirse siempre, según el
Reglamento (art. 41.3), a unidades fisiográficas
o morfológicas definidas, o a varios términos
municipales completos, no son normas generales, en cuanto
que no estarán referidas a la totalidad del litoral,
y que tienen rango reglamentario. Ni aquella limitación
espacial ni esta naturaleza sublegal son, sin embargo, razones
que permitan sostener su ilegitimidad constitucional.
De una parte, la variedad de las condiciones físicas
de la costa hace razonable, e incluso impone, que no sean
idénticas las normas que hayan de aplicarse en uno
u otro sitio para la protección del medio ambiente
litoral y para asegurar la utilización del demanio,
o tal vez, más precisamente, que la estructura jurídicamente
uniforme de la protección y de la libertad de acceso
(limitaciones a la propiedad, servidumbres de acceso y tránsito)
se haga compatible con una acomodación de las determinaciones
normativas a la diversidad natural.
De la otra, y como ya antes hemos sostenido, en materia
de protección del medio ambiente cobra aún
mayor fuerza, por las razones expuestas, la posibilidad,
que con carácter general hemos admitido, de adoptar
normas básicas con rango simplemente reglamentario,
cuando esas normas sean complemento necesario de las establecidas
con valor de Ley. En el presente caso estas normas reglamentarias,
que acomodan a supuestos específicos las determinaciones
establecidas por la Ley con carácter general, requieren,
y esto es, en definitiva, lo decisivo, además de
la voluntad del Estado, las de la Comunidad Autónoma
y de los municipios afectados, a los que de ese modo se
les da una participación plena en el proceso de elaboración
de los contenidos normativos, que sólo en su acuerdo
adquirirán fuerza.
D) Artículos 23 a 26.
Estos cuatro artículos, que componen la Sección
Primera del Capítulo Segundo de este Título
II de la Ley impugnada determinan la anchura de la zona
de protección y establecen su régimen jurídico.
Las razones genéricas de su impugnación son
las de que, por su contenido [y con excepción del
art. 25.1,c)], estos preceptos no guardan relación
alguna con la protección de la naturaleza en sentido
estricto por lo que el Estado carece de competencia para
dictarlos, anulando tanto la que a las Comunidades Autónomas
corresponde para la ordenación de su propio territorio
como la de los municipios sobre urbanismo y que, aun si
se quisieran entenderlos como normas básicas, faltaría
la formalización explícita de su carácter
de tales.
Estas razones genéricas son producto, como fácilmente
se comprende, de una concepción muy restrictiva de
la tarea que el legislador estatal debe llevar a cabo al
establecer el régimen jurídico del dominio
público marítimo-terrestre, no coincidente
con la que se deriva del Texto constitucional, ya expuesta
en el primero de estos fundamentos. Es evidente que la protección
de los bienes que integran este dominio, la preservación
de sus características propias y el aseguramiento
del libre acceso público a ellas no puede alcanzarse
si no es dictando una legislación básica para
la protección del medio ambiente y limitando, de
uno u otro modo, la libre disponibilidad sobre los terrenos
colindantes, una limitación que, por lo demás,
sólo el Estado puede imponer de modo general (art.
149.1.8.º C.E.), garantizando al tiempo la igualdad
básica de todos los españoles que posean fundos
en esos terrenos, según ya dijimos, acerca de una
norma análoga, en la STC 227/1988 y cuyo carácter
básico no necesita explicitación alguna por
inferirse naturalmente de su contenido y su generalidad.
Desechado este razonamiento genérico, se han de
analizar los que, en concreto se dirigen contra cada uno
de los artículos de la Sección.
a) Frente al apartado 1.º del art. 23 se hacen dos
objeciones: La de que no puede atribuirse carácter
básico a la determinación de una determinada
dimensión, objeción que se pretende apoyar
en la STC 69/1982, y la de carecer de toda racionalidad
la fijación de una banda de anchura uniforme, sin
atender a la muy diversa configuración de éstas.
Ninguna de estas dos razones conducen al resultado perseguido
por los recurrentes. La primera de ellas, porque interpreta
inadecuadamente nuestra citada Sentencia, que se limitó
a negar que pudiese atribuirse carácter básico,
en aquel concreto conflicto, a la norma que clasificaba
según su tamaño a los distintos tipos de espacios
naturales protegidos. La segunda, que pasa por alto el hecho
de que éste es el modo tradicional de establecer
la delimitación de la zona de servidumbre contigua
a la marítimo-terrestre, con independencia de cuál
sea la anchura que a la misma se asigna, ignora también
el hecho de que, dado el procedimiento seguido para determinar
el límite interior de la ribera del mar, esta supuesta
carencia de racionalidad no existe y que, de otro lado,
éste es seguramente el procedimiento más eficaz
para asegurar la igualdad en su contenido del derecho de
propiedad sobre los terrenos colindantes con la zona marítimo-terrestre.
El problema, en todo análogo al que planteaba el
art. 6.b), de la Ley 29/1985, de Aguas, ha de recibir, en
resumen, la misma respuesta que a éste dimos en STC
227/1988, fundamento jurídico 20.
Idéntica consideración lleva a descartar
la inconstitucionalidad del apartado 2 del mismo artículo,
máxime al quedar supeditada la ampliación
de la extensión de la servidumbre al acuerdo de la
Comunidad Autónoma y del Ayuntamiento correspondiente.
La constitucionalidad de la posibilidad de que la extensión
de la servidumbre de protección quede ampliada hasta
un máximo de otros 100 metros se justifica, en efecto,
en la competencia del Estado para dictar la legislación
básica sobre protección del medio ambiente
que, en este caso, necesariamente se ha de traducir en una
habilitación a la potestad ejecutiva de la Administración
del Estado para, según las posibilidades del tramo
de costa de que se trate, adoptar la decisión más
adecuada y conveniente a fin de asegurar la efectividad
de la servidumbre. Tal habilitación no resulta contraria
al carácter básico de la norma, ni mucho menos
vulnera el ámbito competencial autonómico,
una vez que, en todo caso, es preciso el acuerdo de la Comunidad
Autónoma y del Ayuntamiento correspondiente.
b) No se formulan específicas alegaciones en contra
del art. 24, si bien conviene señalar que en su apartado
1 no se impone prohibición específica alguna
a excepción de la obligación de dejar expedito
el paso de la servidumbre de tránsito; regla que,
con independencia de no haber sido impugnada, se justifica
por el uso común de los bienes marítimos y
la competencia relativa a la vigilancia de costas (STC 113/1983).
En cuanto al apartado 2 del mismo art. 24, es claro que
se trata de una servidumbre -propiamente de salvamento-
que por su propia finalidad -depósito temporal de
objetos o materiales arrojados al mar y realización
de operaciones de salvamento marítimo- al Estado
titular de los bienes marítimo-terrestres corresponde
establecer; sin que, por tanto, se produzca menoscabo o
vulneración alguna de las competencias autonómicas.
El apartado 3, en fin, se limita a prever que los daños
ocasionados por las ocupaciones serán indemnizados
con arreglo a la Ley de Expropiación Forzosa, lo
que, obviamente, para nada afecta al orden constitucional
de distribución de competencias.
c) El art. 25 plantea en sus tres apartados cuestiones
diversas que requieren un tratamiento diferenciado.
El primero de ellos enumera, en seis párrafos, una
serie de prohibiciones, referidas todas ellas a la zona
de servidumbre de protección y cuya finalidad evidente
es la protección de la integridad espacial del demanio
[párrafo c)] y de sus valores naturales y paisajísticos
[párrafos a), b) y d) a f)]. Estas últimas,
de acuerdo con lo antes dicho, han de ser valoradas, en
relación con los ámbitos competenciales propios
del Estado y de las Comunidades Autónomas, como normas
de legislación básica para la protección
del medio ambiente, puesto que ésta es, evidentemente,
su finalidad inmediata. Una norma prohibitiva, como es la
que ahora analizamos, tiene, por lo demás, por su
propia naturaleza carácter básico, sin necesidad
de que tal carácter sea explícitamente declarado.
El apartado segundo del art. 25 complementa el anterior
al describir, en términos muy genéricos, las
obras, instalaciones o actividades que con carácter
ordinario, podrán permitirse en esta zona de protección.
Tales indicaciones son, de una parte, sin duda, criterios
de ordenación que las Comunidades Autónomas
deberán acoger en los correspondientes instrumentos,
de la otra e inmediatamente, norma básica de protección
del medio ambiente, cuya naturaleza de tal legitima el condicionamiento
que impone a la competencia de las Comunidades Autónomas
para la ordenación del territorio.
Un problema específico es el que se suscita en relación
con el último inciso del apartado, que remite al
Reglamento la determinación de las condiciones que
en todo caso, y para asegurar la protección del dominio
público, deberán cumplirse en la ejecución
en esta zona de terraplenes, desmontes o tala de árboles,
pues, como reiteradamente hemos dicho a partir de la STC
32/1983, es la Ley el instrumento adecuado para el establecimiento
de la legislación básica. Esa doctrina no
impide, sin embargo, en modo alguno que la propia Ley se
remita al Reglamento cuando tal remisión sea necesaria
para garantizar el fin a que responde la competencia estatal
para la legislación básica. Como es obvio,
la legitimidad constitucional de la norma reglamentaria
así producida dependerá del uso que de la
habilitación legal se haya hecho, por lo que no es
éste el momento de pronunciarnos sobre la impugnación
de los arts. 45 y, sobre todo, 46 del Reglamento. De otra
parte, y como consideración complementaria, ha de
recordarse que, como ya hemos dicho en lo que toca a la
protección del medio ambiente, la competencia asumida
estatutariamente por las Comunidades Autónomas no
es la de desarrollar la legislación básica,
sino la de complementarla mediante normas adicionales de
protección, de donde se infiere que en principio
también el desarrollo reglamentario de las Leyes
sobre la materia es competencia estatal o, dicho de otro
modo, que la «legislación básica»
incluye tanto las normas con rango de Ley como las reglamentarias
dictadas en su desarrollo.
El tercero y último de los apartados prevé,
por último, la posibilidad de que, por razones de
utilidad pública, el Consejo de Ministros levante,
para obras o instalaciones determinadas, algunas de las
prohibiciones contenidas en el apartado primero o excepcione,
para alguna instalación industrial concreta, la regla
general del apartado segundo, de manera tal que mediante
este precepto se completan las normas que en aquellos otros
apartados quedan sólo parcialmente enunciadas. La
atribución concedida al Consejo de Ministros no es,
en consecuencia, un acto de ejecución de aquellas
otras normas fragmentarias, sino parte integrante del contenido
de la norma total.
Esta naturaleza del acto excepcionante no elimina la necesidad
de que la posibilidad que con la excepción se abre
se adecue, sin embargo, a las reglas de ordenación
urbanística que las Administraciones competentes
hayan establecido, salvo en aquellos casos en los que la
autorización se ampare en un título competencial
que, como los enumerados en los párrafos 4.º,
20 ó 21 del apartado 1.º del art. 149, dotan
a la decisión del Estado de un valor absoluto, o
en los que el Consejo de Ministros haga uso de la facultad
que le confiere el art. 180 de la Ley del Suelo, cuya acomodación
a la Constitución declaramos en la STC 56/1986. Sólo
en estos casos, en efecto, puede imponerse la voluntad del
Estado a la competencia autonómica sobre ordenación
del territorio. Por lo demás, aun en esos supuestos,
tal competencia no queda abolida, y una vez que la Administración
competente ha acomodado el planeamiento urbanístico
preexistente para hacerlo compatible con la decisión
estatal, también en ellos deberá acomodarse
a ese planeamiento la realización de las actuaciones
autorizadas, según el párrafo final que el
precepto establece.
d) El art. 26.1 atribuye a la Administración del
Estado la potestad de autorizar los usos permitidos en la
zona de servidumbre de protección, autorización
que se otorgará con sujeción a lo dispuesto
en la propia Ley y, en su caso, a las normas que se dicten
para la protección de determinados tramos de costa.
La previsión debe reputarse contraria al orden constitucional
de distribución de competencias, pues se trata de
una competencia de carácter ejecutivo ajena a las
constitucionalmente reservadas al Estado y que se engloba,
por su contenido, en la ejecución de la normativa
sobre protección del medio ambiente o en la ordenación
del territorio y/o urbanismo de competencia exclusiva de
las Comunidades Autónomas.
Corresponderá, pues, ejercitar esa potestad autorizatoria
a los pertinentes órganos de las Comunidades Autónomas
o, en su caso, a los Ayuntamientos que, como es obvio, deberán
ajustarse a la normativa estatal, incluida la que se dicte
para la protección de determinados tramos de costa
prevista en el art. 22 de la Ley, así como a la que,
en su caso, resulte de la legislación autonómica
y de los correspondientes instrumentos de ordenación,
cuya infracción podrá ser eventualmente corregida
por la jurisdicción correspondiente.
Nada hay que objetar, sin embargo, al apartado 2 de este
art. 26, por cuanto la exigencia de contar previamente con
el correspondiente título administrativo otorgado
conforme a lo dispuesto por la propia Ley se justifica en
la directa utilización del dominio público,
debiendo quedar remitida la cuestión, en todo caso,
al examen del título III de esta Ley.
E) Artículo 27.
La previsión de la llamada servidumbre de tránsito
(art. 27) no ofrece reparo desde la consideración
del orden constitucional de distribución de competencias.
Se trata de una efectiva servidumbre legal justificada por
la defensa del uso general del dominio público marítimo-terrestre
que a la titular de ese dominio corresponde hacer efectiva,
por lo que tampoco la posibilidad de ampliar su anchura
en lugares de tránsito difícil o peligroso
en lo que resulte necesario, hasta un máximo de 20
metros, merece tacha de inconstitucionalidad alguna.
El reproche de inconstitucionalidad más intenso
se centra, no obstante, en el apartado 3, al reclamarse
la intervención de las Administraciones autonómicas
en la fijación de la sustitución de la zona
de servidumbre por otra nueva en condiciones análogas
como consecuencia de la ocupación de la zona por
obras a realizar en el dominio público marítimo-terrestre.
La atribución a la Administración del Estado
de la potestad para fijar el trazado de una nueva servidumbre
de tránsito en el excepcional supuesto de ocupación
por obras de la ordinaria, no vulnera, sin embargo, las
competencias autonómicas sobre ordenación
del litoral y/o del territorio, pues por su objeto jurídico
se trata aquí también de una medida directamente
dirigida a la defensa del uso general del dominio público
marítimo-terrestre y a la vigilancia del litoral
en los términos ya expuestos, de manera que al titular
del mismo corresponde tal determinación.
F) Artículo 28.
La llamada servidumbre de acceso al mar que establece el
art. 28 es medida indispensable para la efectividad de la
defensa del uso general del dominio público marítimo-terrestre,
por lo que la imposición a los planes y normas de
ordenación territorial y urbanística de unos
mínimos destinados a garantizar suficientes accesos
al mar y aparcamientos no puede estimarse vulneradora de
las competencias autonómicas, que encuentran aquí
un límite constitucionalmente legítimo al
estar amparado en la condición demanial de los bienes
a los que sirve esa limitación y en la titularidad
estatal de los mismos.
No hay tampoco, en efecto, tal como señala el Abogado
del Estado, infracción de la garantía expropiatoria
al imponer esos mínimos relativos al acceso peatonal
y tráfico rodado en las zonas urbanas y urbanizables
(apartado 2), pues corresponde a los planes urbanísticos
de acuerdo con la Ley, delimitar su contenido del ius aedificandi
que corresponde al propietario, razón por la cual
ninguna expropiación cabe apreciar en este caso.
Buena prueba de lo que se afirma es, por otro lado, la propia
previsión del apartado 3, según la cual se
declaran de utilidad pública, a efectos expropiatorios
por la Administración del Estado, «los terrenos
necesarios para la realización o modificación
de otros accesos públicos al mar y aparcamientos,
no incluidos en el apartado anterior», pues es evidente
que, en estos casos, se trata de una actuación sobre
la propiedad ya delimitada previamente en su contenido por
el correspondiente plan, lo que sí comporta un sacrificio
patrimonial individualizado que sólo puede materializarse
mediante la correspondiente indemnización expropiatoria.
En relación precisamente a este apartado 3, debe
señalarse que la posibilidad de que sea la Administración
del Estado la que declare la utilidad pública de
la expropiación de los terrenos necesarios para realizar
o modificar otros accesos públicos al mar y aparcamientos
tampoco supone extralimitación competencial alguna,
dada la competencia estatal para garantizar la efectividad
del uso público general del dominio público
marítimo-terrestre. Ello no significa, por lo demás,
que las Comunidades Autónomas, en ejercicio de sus
competencias sobre ordenación del territorio y urbanismo
no puedan hacer uso de la potestad expropiatoria, pues como
ya se declaró en la STC 37/1986 (fundamento jurídico
6.º), «la reserva constitucional en favor del
Estado sobre la legislación de expropiación
forzosa no excluye que por Ley autonómica puedan
establecerse, en el ámbito de sus propias competencias,
los casos o supuestos en que procede aplicar la expropiación
forzosa, determinando las causas de expropiación
o los fines de interés público a que aquélla
deba servir».
Por último, el mismo fundamento que legitima los
apartados del art. 28 ya examinados, ampara lo dispuesto
en su apartado 4, a lo que cabe añadir, tal como
puntualiza el Abogado del Estado, su analogía con
el art. 545 del C.C., y, por tanto, su carácter de
norma materialmente reconducible a la competencia estatal
ex art. 149.1.8 C.E. Como es evidente, la actuación
de la Administración del Estado en uso de esa competencia
que deriva de su obligación de garantizar el uso
común está sometida al control de los Tribunales.
G) Artículo 29.
Del art. 29.1 se impugna la facultad que se otorga a la
Administración del Estado para emitir un informe
que habrá de ser favorable para autorizar la extracción
de áridos, pues se considera que esa facultad excede
de la competencia que al Estado reserva el art. 149.1.23
C.E. Pues bien, ese informe favorable, que será requerido
para autorizar la extracción de áridos en
los tramos finales de los cauces y en la distancia que en
cada caso se determine, y que ha de referirse a la incidencia
que la solicitada autorización de extracción
pueda tener en el dominio público marítimo-terrestre,
viene a garantizar el mantenimiento de la integridad física
de tal dominio y, en consecuencia, ha de considerarse como
una facultad dimanante de la titularidad sobre él.
De otra parte, y por razón también aquí
de la titularidad de ese dominio público, resulta
plenamente ajustada al orden constitucional de competencias
la previsión de un derecho de tanteo y retracto a
favor de la Administración estatal en las operaciones
de venta, cesión o cualquier otra forma de transmisión
de los yacimientos de áridos enclavados en la llamada
zona de influencia (art. 29.2), pues aun cuando no cabe
apelar a la competencia estatal que dimana del art. 149.1.8
C.E. a fin de justificar potencialmente tal previsión,
ya que no se aborda regulación alguna de las instituciones
jurídicas del tanteo y retracto, sino el simple establecimiento
o constitución en favor de la Administración
-aquí estatal- de un derecho (STC 170/1989, fundamento
jurídico 6.º), lo cierto es que ese derecho
no puede ser ejercitado sino para la aportación de
áridos a las playas. Es, por tanto, plenamente coherente
con la condición demanial de los bienes marítimo-terrestres
la atribución a su titular -el Estado- de medios
jurídicos que sin exageración alguna, pueden
considerar necesarios para la preservación de las
características físicas de tales bienes.
Por lo demás, y en relación con la previsión
contenida en el segundo inciso de este mismo apartado 2,
valen las razones ya dadas respecto del apartado 3.º
del art. 28.
H) Artículo 30.
El art. 30.1 completa el catálogo de medidas para
la protección del dominio público marítimo-terrestre
previendo que en una zona llamada de influencia y cuya anchura
será como mínimo de 500 metros a partir del
límite interior de la ribera del mar, la ordenación
territorial y urbanística deberá asegurar
que en los tramos con playas y con acceso de tráfico
rodado se prevean reservas de suelo para aparcamientos de
vehículos en cuantía que garantice el estacionamiento
fuera de la zona de servidumbre de tránsito [párrafo
a)] y en toda la costa se evite las formación de
pantallas arquitectónicas o acumulación de
volúmenes, a cuyo fin se prohíbe que la densidad
de edificación en esa zona de influencia pueda ser
superior a la media del suelo urbanizable programado o apto
para urbanizar en el correspondiente término municipal
[párrafo b)].
El precepto viene, en resumen, a imponer a los planes de
ordenación territorial unos determinados criterios
que se añaden a los que, como consecuencia de la
servidumbre de acceso al mar impone el art. 28.2, que ya
antes hemos considerado compatibles con el bloque de la
constitucionalidad. El primero de estos criterios [su contenido
en el párrafo a)], tiene sin duda la finalidad de
prevenir la ocupación ocasional de la zona reservada
a la servidumbre de tránsito en épocas de
gran afluencia a las playas y puede entenderse justificado
por la voluntad de conjugar el libre acceso público
a la zona marítimo-terrestre con la necesidad de
mantener permanentemente expedita la zona reservada a la
servidumbre de tránsito.
Los dos criterios que impone el apartado b) encuentran
en principio, su razón de ser, en la protección
del demanio; no en su integridad física, pero sí,
sin duda, en la preservación de sus características
naturales y en particular en la de sus valores paisajísticos,
como finalidad que, como ya dijimos en el fundamento primero,
puede ser legítimamente atendida por el legislador
estatal. Como allí indicamos también, en cuanto
que esa finalidad afecta directamente a las competencias
que las Comunidades Autónomas ostentan para la ordenación
de su territorio, el legislador estatal ha de atenerse,
para alcanzarla, a la competencia exclusiva que el art.
149.1.23 le otorga para la legislación básica
en cuanto a la protección del medio ambiente, del
que forma parte el paisaje natural. Con arreglo a este criterio,
no puede considerarse ilegítimo que intenten excluirse
de la zona de influencia las edificaciones en pantalla o
la acumulación de volúmenes, y que para conseguirlo
disponga que en esa zona la densidad de edificación
no sea superior a la media, pues en esos términos,
su contenido del precepto no desborda del concepto de legislación
básica para la protección del medio ambiente.
El apartado segundo de este artículo, frente al
que no se ofrece ningún argumento específico,
no suscita en este momento reserva alguna en cuanto se refiere
a licencias de obra y uso, en principio de competencia municipal
y protege directamente la integridad física del demanio.
La competencia estatal sobre las bases del régimen
jurídico de las Administraciones Públicas
(art. 149.1.18), no permite considerar que esta secuencia
obligada de permisos o licencias viole competencia alguna
o, de otro modo, sea contraria a la Constitución.
I) Descartada globalmente la pretendida inconstitucionalidad
de las limitaciones y servidumbres prevista en el Título
II de la Ley, debe quedarlo también la de los arts.
6.1, 12.5 y 15 del Título I, que han sido impugnados
por razón de su conexión con aquellas previsiones.
4. Título III.
A) Preliminar.
La utilización del dominio público marítimo-terrestre
que no es libre por requerir obras o instalaciones o reunir
especiales circunstancias de intensidad, peligrosidad o
rentabilidad, está sujeta en la Ley de Costas a cuatro
tipos o modelos de intervención administrativa: La
reserva de porciones demaniales, su adscripción,
su concesión o su autorización. Cada una de
estas formas de afectar zonas del demanio a determinadas
obras, actividades o servicios, da lugar a una forma distinta
de articular las atribuciones de la Administración
del Estado y de las correspondientes Administración
Autonómica o de la Administración Local en
los términos dispuestos por la legislación
autonómica.
La Ley de Costas emplea para conseguir esta articulación
la figura de la adscripción, a la que dota de un
sentido distinto del tradicional y que prevé sólo
para los terrenos destinados a puertos o vías de
transporte de titularidad autonómica, pero no para
otras obras o servicios, que se someten al régimen
ordinario de concesión.
Aunque, como es obvio, el uso que ahora se hace de esta
figura de la adscripción es la consecuencia más
visible que el sistema de distribución territorial
del poder instaurado en 1978 tiene en la técnica
de administración del demanio, es preciso subrayar,
como observación liminar, que la función y
el alcance de las figuras tradicionales de intervención
quedan decisivamente modulados por su articulación
en el seno de un Estado compuesto. En un Estado unitario,
en efecto, la titularidad demanial es título suficiente
para que la Ley habilite a la Administración una
intervención plena en cualquier aspecto relativo
al uso y destino del correspondiente bien, regulando mediante
concesiones, autorizaciones y reglamentaciones las actividades
públicas y privadas que se realizan utilizando porciones
del dominio público. Buena muestra ofrece en este
sentido la legislación preconstitucional en la materia,
desde la venerable Ley de Aguas de 1866, hasta la última
Ley de Costas de 1969. Una vez instaurado el Estado de las
autonomías, sin embargo, la potencialidad expansiva
del dominio público como título de intervención
administrativa se ve drásticamente limitada por el
orden constitucional de competencias, y así como
una Comunidad Autónoma no puede enajenar un bien
inmueble de su exclusiva propiedad sin atenerse a las reglas
estatales cuya observancia impone el art. 149.1.18 C.E.
(STC 85/1984), las leyes estatales no pueden otorgar a la
Administración del Estado atribuciones sobre las
actividades que se desenvuelven en el demanio natural sin
respetar los ámbitos materiales que los Estatutos
de Autonomía reservan a sus respectivas Administraciones
(STC 103/1989, fundamento jurídico 4.º).
La propiedad pública de un bien es, en efecto, separable
del ejercicio de aquellas competencias públicas que
lo tienen como soporte natural o físico: ni las normas
que distribuyen competencias entre las Comunidades Autónomas
y el Estado sobre bienes del dominio público prejuzgan
necesariamente que la titularidad de los mismos corresponda
a éste o a aquéllas, ni la titularidad estatal
del dominio público constitucionalmente establecida
predetermina las competencias que sobre él tienen
atribuidas el Estado y las Comunidades Autónomas
(STC 227/1988 FUNDAMENTOS JURÍDICOS 14.5 y 15.1).
En esta Sentencia y para corroborar esta disociación
entre la titularidad de un bien de dominio público
y las competencias -legislativas o de otro orden- que atañen
a su utilización, nos apoyamos precisamente en el
dato de que distintas Comunidades Autónomas han asumido
competencias sobre la ordenación del litoral, aunque
la Constitución considera inequívocamente
dominio público estatal a la zona marítimo-terrestre
y las playas y mencionamos también la atribución
a diversas Comunidades de competencias sobre salvamento
marítimo y vertidos en aguas territoriales del Estado,
así como sobre medios de transporte que discurren
sobre infraestructuras de titularidad estatal (en el mismo
sentido, STC 53/1984).
La cuestión central que frente al Título
III de la Ley, central por lo demás también
para toda la estructura de la Ley, es la del alcance que
esta limitación de las facultades dominicales por
obra de las competencias asumidas por las Comunidades Autónomas
tiene respecto de la utilización del demanio.
En concreto, los recurrentes vienen a sostener, con unos
u otros argumentos, que el otorgamiento de los títulos
requeridos para la utilización del demanio que no
sea la común y pública (autorizaciones), o
para su ocupación (concesiones), no corresponde al
Estado, sino a las propias Comunidades Autónomas
en virtud, sobre todo, de la competencia asumida por éstas
para la ordenación del territorio y del litoral,
pero también en razón de otros títulos
específicos como son los de pesca en aguas interiores,
marisqueo y acuicultura; ordenación del sector pesquero;
puertos que no sean de interés general; salvamento
marítimo y vertidos industriales y contaminantes;
turismo, deportes y ocio. Frente a este entendimiento, la
Ley afirma rotundamente [art. 110 b)] que corresponde a
la Administración del Estado «la gestión
del dominio público marítimo-terrestre, incluyendo
el otorgamiento de adscripciones, concesiones y autorizaciones
para su ocupación y aprovechamiento, la declaración
de zonas de reserva, las autorizaciones en las zonas de
servidumbre y, en todo caso, las concesiones de obras fijas
en el mar, así como las instalaciones marítimas
menores... que no formen parte de un puerto o estén
adscritas al mismo». Es la validez de esta reserva
en favor de la Administración del Estado, enunciada
por un precepto que se halla fuera del Título cuyo
análisis comenzamos ahora, pero que determina en
lo esencial su contenido, la cuestión que ahora debemos
dilucidar.
Para acometer esta tarea debemos comenzar por precisar
la nula relevancia que para el razonamiento que ahora nos
ocupa tiene la referencia estatutaria a instalaciones que,
como en particular, los puertos que no sean de interés
general, han de estar necesariamente emplazados en el dominio
público marítimo-terrestre, pues en este caso,
como en el de las vías de transporte de titularidad
autonómica, la gestión del demanio ocupado
y por tanto la facultad de otorgar autorizaciones y concesiones,
pasa a las Comunidades Autónomas al adscribírseles
los correspondientes espacios. Esta traslación de
la gestión demanial en relación con los puertos
que no sean de interés general priva igualmente de
eficacia a la competencia autonómica sobre la pesca
de aguas interiores como título específico
en el que apoyar la reivindicación del otorgamiento
de autorizaciones y concesiones para la utilización
y ocupación del demanio no adscrito, pues como es
evidente, salvo en escasísimos supuestos, difícilmente
imaginables, las tareas pesqueras habrán de utilizar
o bien puertos de titularidad autonómica, respecto
de las que el problema no se plantea, o bien puertos de
interés general, cuya gestión está
en principio reservada a la competencia exclusiva del Estado
(art. 149.1.20).
En definitiva, los títulos competenciales que las
Comunidades Autónomas pueden oponer a la reserva
al Estado de las facultades de gestión del dominio
público marítimo-terrestre [las únicas
de las que en este momento nos ocupamos, pues las facultades
que el art. 110 b), confiere a la Administración
estatal sobre las zonas de servidumbre, y sobre las obras
fijas en el mar, etc., no son directamente relevantes para
el análisis del Título III], son los que atañen
a la ejecución de la legislación estatal sobre
vertidos industriales y contaminantes y muy en especial
sobre ordenación del territorio, urbanismo y vivienda.
Es cierto que en alguna de las demandas se alude a otros
títulos competenciales, pero ni la competencia que
el Estatuto de Autonomía del País Vasco (art.
10.7), atribuye a esta Comunidad Autónoma sobre el
dominio público autonómico se extiende al
dominio público estatal, ni la competencia que, sobre
«concesiones y contratos en materia de su competencia»
ostentan las Comunidades Autónomas recurrentes [art.
11.1 b) E.A.P.V.; art. 10.1.2.º E.A.C.; etc.], permiten
alcanzar conclusión alguna respecto de las concesiones
demaniales, pues la competencia asumida es, en este caso,
una competencia per relationem, o instrumental, de manera
que existe sólo en la medida en que se ostente competencia
material sobre el servicio para el que la concesión
se otorga.
La competencia para ejecutar la legislación del
Estado sobre salvamento marítimo y sobre vertidos
industriales y contaminantes en las aguas territoriales
del Estado correspondientes al litoral de la respectiva
Comunidad Autónoma, asumida por alguna de las Comunidades
recurrentes (arts. 12.10 E.A.P.V.; 11.10 E.A.C.; 29.3 y
4 E.A.G.; 17.6 y 11 E.A.A.; 33.9 E.A.V. y 12.3 y 11 E.A.I.B.),
aunque no por todas (no figura en el E.A.Can. y sólo
como proyecto, en lo que toca al salvamento, en el E.A.Cant.),
en cuanto competencia puramente ejecutiva, difícilmente
puede sustentar una pretensión dirigida contra una
norma de rango legal. Es claro que la competencia que se
asume es la de ejecutar la legislación del Estado
en materia de vertidos industriales y contaminantes en el
mar territorial y esa legislación no incluye disposición
alguna respecto de la parte terrestre del demanio marítimo-terrestre,
por lo que no cabe sostener que también la gestión
de éste debe ser atribuida, en lo que a los vertidos
toca, a la Administración competente para la ejecución
de la legislación sectorial. Sin duda no sería
constitucionalmente imposible esa solución, pero,
como a continuación hemos de ver en relación
con la competencia de ordenación territorial, del
hecho de que esa posibilidad exista no se sigue en modo
alguno la imposibilidad de la solución adoptada por
el legislador que es también constitucionalmente
adecuada, en cuanto que es a la Administración del
Estado, como personificación de la titularidad demanial,
a la que directamente incumbe la responsabilidad de proteger
su integridad y asegurar su utilización pública
y gratuita.
Es así sobre todo la competencia plena para la ordenación
del territorio propio, incluido el litoral, la que más
sólidamente puede fundamentar la oposición
de las Comunidades Autónomas a la retención
en manos de la Administración del Estado, de las
facultades relativas a la gestión del dominio público
marítimo-terrestre, pues es incuestionable que, formando
parte éste de aquel territorio, la capacidad para
ordenarlo condiciona, de uno u otro modo, el otorgamiento
de los títulos que permitan su utilización
privativa o su ocupación. La tesis de los recurrentes
es la de que el otorgamiento de esos títulos corresponde
a la Administración competente para la ordenación
territorial y por eso impugnan la solución acogida
por la Ley en este punto, invocando para ello muy reiteradamente,
algunos pronunciamientos de nuestra STC 77/1984, especialmente
el de que «el concepto de dominio público sirve
para calificar una categoría de bienes, pero no para
aislar una porción de territorio de su entorno y
considerarlo como una zona exenta de las competencias de
los diversos entes públicos que las ostenten».
La mencionada afirmación, a través de la
cual no se llega, naturalmente, a la afirmación de
que la competencia para la ordenación del territorio
excluye toda otra, sino a la de que sobre la zona marítimo-terrestre
se produce una concurrencia de competencias que puede dar
lugar a dificultades para las que parece aconsejable buscar
soluciones de cooperación, se hizo con motivo de
un conflicto de competencias planteado por el Gobierno de
la Nación frente a dos Resoluciones del Departamento
de Política Territorial y Obras Públicas del
País Vasco que aprobaban la modificación del
Plan General de Ordenación Urbana de Bilbao y el
Plan Especial para la ejecución de la solución
Ugaldebieta. Aunque inicialmente la Administración
vasca había iniciado la expropiación de los
espacios portuarios o demaniales a ocupar, ese procedimiento,
que según el alegato del Gobierno Vasco tenía
una finalidad «meramente descriptiva», quedó
interrumpido por entender, según se dice en las actuaciones,
que planificación y ejecución de los planes
son dos momentos jurídicos diversos «en relación
con los cuales la competencia del primero reside en la Comunidad
Autónoma y la del segundo ha de someterse a ciertas
especialidades, precisamente por la naturaleza demanial
de los terrenos afectados, que vendrá determinada
por la legislación específica». Es en
el contexto de este litigio concreto en donde se hacen las
antes referidas afirmaciones y de ellas nada cabe concluir,
en consecuencia, respecto de cuál haya de ser la
Administración competente para otorgar títulos
de utilización u ocupación del demanio, aunque
sí, sin duda, sobre la necesidad de que este otorgamiento
haya de hacerse sin contrariar las previsiones de la ordenación
territorial.
Una cosa es, sin embargo, claro está, la necesidad
de que la concesión o autorización no se otorguen
contra las previsiones ordenadoras y otra bien distinta
la de que hayan de otorgarse siempre que el plan las prevé
y en la forma que en él están previstas y
dando un paso más aun, que para asegurar esta conformidad,
esta vinculación positiva del otorgamiento de títulos
demaniales a las previsiones de ordenación, haya
de encomendarse a la Administración competente para
la ordenación también la facultad de otorgar
los títulos que facultan para la utilización
u ocupación de un dominio cuya titularidad no ostentan.
La necesidad de llegar hasta esta última consecuencia
se argumenta a partir del principio de que el dominio público
no es un criterio utilizado para la delimitación
competencial, de manera que en el dominio público
estatal el Estado no tendría otras competencias que
aquellas que, respecto de cualquiera otra parte del territorio
nacional, le reserva el art. 149 de la Constitución,
bien por reservárselas en exclusiva, bien por no
haberlas asumido dentro de su territorio la correspondiente
Comunidad Autónoma.
Como es evidente, tal modo de razonar incurre en una injustificada
identificación entre las competencias de los entes
públicos territoriales y las facultades dominicales
que el Estado tiene como titular del dominio público
estatal. Al incluir en él, como componente necesario,
aunque no exclusivo, la zona marítimo-terrestre,
el art. 132.2 no ha establecido limitación ni modulación
alguna derivadas del hecho constitucionalmente necesario,
de que ese dominio público formase parte también
del territorio de distintas Comunidades Autónomas.
Tampoco la interpretación sistemática de la
Constitución lleva en modo alguno a la conclusión,
implícita en el razonamiento antes comentado de que,
al afirmar la titularidad estatal del dominio público
marítimo-terrestre, el constituyente quería
hacer referencia sólo, por así decir, al nudo
dominio dejando la disposición sobre el uso y aprovechamiento
de esa zona a las Administraciones territoriales, en la
medida en la que sus competencias sectoriales se extendieran
sobre ella. Esa técnica no es, desde luego, constitucionalmente
imposible y el legislador la ha utilizado de hecho al recurrir
a la figura de la adscripción en favor de competencias
concretas de las Comunidades Autónomas (puertos y
vías de comunicación, como ya hemos visto),
pero esta posibilidad no es sino una de las opciones que
el legislador puede seguir, no la consecuencia única
y obligada del bloque de la constitucionalidad, con el que
también es perfectamente compatible la retención
en manos de la Administración estatal de la gestión
del dominio público del Estado.
Aun a riesgo de incurrir en reiteraciones, no es superfluo
advertir, también en este punto, que esas facultades
dominicales sólo pueden ser legítimamente
utilizadas en atención a los fines públicos
que justifican la existencia del dominio público,
esto es, para asegurar la protección de la integridad
del demanio, la preservación de sus características
naturales y la libre utilización pública y
gratuita, no para condicionar abusivamente la utilización
de competencias ajenas y en lo que aquí más
directamente nos ocupa, de la competencia autonómica
para la ordenación territorial. En consecuencia,
no sólo podrán reaccionar las Comunidades
Autónomas a través de las correspondientes
vías jurisdiccionales en la eventualidad de un uso
indebido, sino que también, al analizar las normas
que facultan al Estado para el otorgamiento de autorizaciones
y concesiones, habremos de eliminar nosotros aquellas previsiones
que de modo manifiesto las hagan posible. Estas correcciones,
que en su caso se harán al estudiar cada uno de los
artículos del Título, no afectan en nada,
sin embargo, a la concepción básica que lo
anima y que es perfectamente compatible con el bloque de
constitucionalidad.
B) Disposiciones generales (Capítulo primero, arts.
31-41).
a) Artículo 31.
El art. 31, impugnado por el Gobierno Vasco y por el Consejo
de Gobierno de Cantabria, somete la utilización del
territorio costero -en cuanto dominio público- a
dos regímenes distintos: cuando el uso es común
general y normal, en los términos que expresa su
apartado 1, las correspondientes actividades son libres,
públicas y gratuitas; por el contrario, cuando la
utilización del mar o su ribera es especial, privativa
o anormal, se requiere inexcusablemente alguno de los títulos
de ocupación que enumera el apartado 2 del mismo
artículo: reserva, adscripción, autorización
o concesión.
El apartado 1 no suscita reparo competencial alguno. Que
los usos comunes que en él se contemplan, tales como
pasear, estar, bañarse, navegar, embarcar y desembarcar,
varar, pescar o coger plantas o mariscos, que no requieren
obras o instalaciones de ningún tipo y son acordes
con la naturaleza del dominio público marítimo-terrestre,
están abiertos a una utilización libre, pública
y gratuita, es una norma tradicional que se sustenta en
la competencia exclusiva del Estado para establecer el régimen
jurídico del dominio público de su titularidad,
del que forma parte determinar cuáles usos no requieren
acto administrativo de intervención [STC 227/1988,
fundamento jurídico 23.a)].
La impugnación del Gobierno Vasco va dirigida sobre
todo contra el inciso final de este apartado 1 del art.
31, en el que se dice expresamente que las actividades que
son libres, desde la perspectiva demanial, por poder ser
calificadas como usos comunes generales y normales, han
de realizarse de acuerdo con las leyes y reglamentos o normas
aprobadas conforme a esta Ley, sin hacer referencia alguna
a las normas dictadas por las Comunidades Autónomas
en ejercicio de sus competencias sobre tales actividades.
El reproche del Gobierno Vasco resulta, sin embargo, en
parte superfluo y, en parte, inviable. Superfluo porque
es evidente que el precepto habla de leyes y reglamentos
en general, y que en consecuencia no excluye en modo alguno
la necesidad de que la utilización común del
demanio haya de ajustarse a las normas dictadas por las
Comunidades Autónomas cuando tal utilización
implique la realización de actividades sobre las
que éstas tienen competencia material. Y es en parte
inviable, porque el legislador estatal no hubiera podido
establecer el orden de prelación de normas aplicables
a las distintas materias que confluyen sobre el espacio
costero, por las razones expuestas en relación con
la Administración local por la STC 214/1989, fundamento
jurídico 5.º. Es cierto que, además de
mencionar las leyes y reglamentos, el precepto hace referencia
a otras «normas aprobadas conforme a esta Ley»
y que, como hemos de ver, la habilitación que la
Ley confiere a la Administración para dictarlas no
siempre es constitucionalmente adecuada. En cuanto que esta
inadecuación no se da en todos los casos, sin embargo
la referencia genérica es constitucionalmente inobjetable.
A idénticas conclusiones es preciso llegar respecto
al apartado 2 de este art. 31, en cuanto sujeta los usos
especiales y privativos «a lo previsto en esta Ley».
También en este caso hay una referencia a las normas
generales y específicas aprobadas conforme a la propia
Ley, pero como acabamos de decir es, en sí misma,
inocua, sin perjuicio del juicio de constitucionalidad que
merezcan las correspondientes habilitaciones legales, y
que se formula con ocasión de los preceptos pertinentes,
especialmente los arts. 22 y 34.
Por último, la exclusión de la usucapión,
cualquiera que sea el tiempo transcurrido, como título
del que emane derecho alguno al uso del dominio público
marítimo-terrestre, que denuncia la Comunidad Autónoma
de Cantabria en el art. 31.2, es constitucional por los
mismos fundamentos por los que una disposición análoga
fue confirmada en la STC 227/1988, fundamento jurídico
23.c), en la que ya afirmamos que de otro modo, se invalidaría
el principio de que sólo mediante título administrativo
cabe adquirir derechos de uso privativo, que es un principio
básico del sistema concesional, tanto en materia
de aguas como en la que aquí se regula.
b) Artículo 32.
La impugnación dirigida contra el art. 32 ha de
ser rechazada por las mismas razones que ya se dieron al
estudiar el art. 25. Conviene advertir, sin embargo, que
la declaración de utilidad pública por el
Consejo de Ministros que contempla su apartado 2 no reemplaza,
salvo en el supuesto de previa reserva, a los actos de intervención
que la legislación sectorial encomiende a la Administración
Autonómica o, en su caso, a la Local, sino que se
superpone a ellos, limitándose a la función
de garantizar la integridad física o jurídica
del dominio público, y sin que pueda interferir en
la apreciación de los factores regulados por la correspondiente
legislación sectorial, por parte de la Administración
encargada de ejecutar esta última.
c) Artículo 33.
Problemas más complejos suscita la impugnación
dirigida contra los apartados 2 a 5 del art. 33, en los
términos ya recogidos en los Antecedentes. En estos
preceptos se entremezclan, en efecto, de manera muy estrecha
enunciados que sin duda son competencia estatal por versar
directamente sobre la ocupación de una parte importante
del demanio marítimo-terrestre (las playas) con otros
que, aunque referidos también a esta ocupación,
no regulan directamente el grado de la misma, sino más
bien el modo de llevarla a cabo y podrían ser considerados
por tanto como normas de ordenación del territorio
o, más precisamente, como una habilitación
a la Administración del Estado para dictar normas
de este género, atribuyendo así a esta una
competencia que es de las Comunidades Autónomas costeras.
Aunque tal atribución, en la medida en que exista,
ha de reputarse, claro está, incompatible con el
bloque de la constitucionalidad, tampoco cabe ignorar que
la ocupación de las playas podría resultar
gravemente obstaculizadora de su uso público, que
el Estado ha de garantizar, e incluso gravemente dañosa
para la integridad física del demanio, si las instalaciones
permitidas en ellas y las edificaciones para su servicio
pudieran hacerse sin otra restricción que la de no
ocupar más que un porcentaje determinado del espacio
playero o situándose en cualquier lugar de la playa,
con lo que tampoco cabe negar al Estado título para
disciplinar estas cuestiones en el caso de que la Administración
directamente competente no lo haga. El apartado segundo
no plantea, pese a lo dicho, especiales problemas. Ni el
principio del acceso público a las instalaciones
permitidas en las playas es constitucionalmente objetable,
como congruente con el uso público de éstas,
ni la posibilidad de que se autorice otras modalidades de
uso de tales instalaciones está concebida en términos
que restrinjan o anulen las facultades que a las Administraciones
competentes puedan corresponder y ha de considerarse, en
consecuencia, como no incompatible con el sistema constitucional
de delimitación competencial. Tampoco es contrario
al sistema constitucional de delimitación de competencias
la indicación, contenida en el apartado tercero,
de que las edificaciones para el servicio de la playa se
habrán de situar preferentemente fuera de ella, pues,
como es evidente, tal indicación no excede de la
facultad para regular la utilización del dominio
público que va aneja con su titularidad.
La determinación adicional del mismo apartado, según
la cual la dimensión máxima de tales edificaciones
no podrá exceder de la que reglamentariamente se
fije, ni ser menor del mínimo también reglamentariamente
establecido, la distancia entre ellas suscita una doble
cuestión, la de cuál sea el título
estatal para imponer una limitación de este género,
en primer lugar, y la de la licitud de un apoderamiento
a la Administración para concretarla. Ambas tienen,
sin embargo, fácil respuesta, pues tanto si las edificaciones
en cuestión están situadas en la playa misma
y, por tanto, en terrenos demaniales, como si se encuentran
fuera de ella, en la zona de protección, el Estado
está habilitado para establecer esas limitaciones,
sea como titular del demanio, sea en uso de la competencia
para establecer la legislación básica sobre
medio ambiente, y tanto en uno como en otro caso, en cuanto
que la determinación concreta, aunque general, remitida
al Reglamento para desarrollo y aplicación de la
Ley, constituye un complemento necesario de ésta,
no puede hacerse a esa habilitación a la Administración
objeción alguna desde la perspectiva constitucional.
Es evidente, sin embargo, que como la titularidad para
la ordenación del territorio, incluido el litoral,
es competencia propia de las Comunidades Autónomas
costeras, habrán de ser éstas las que, respetando
esos límites máximos y mínimos, aprueben
los correspondientes instrumentos de ordenación o
establezcan las condiciones en que han de ser aprobados
y fijen cuáles han de ser los criterios a los que
han de acomodarse, en sus dimensiones, en la distancia y
en todos los restantes extremos, las mencionadas edificaciones.
Así entendido, como simple establecimiento de máximos
y mínimos, el precepto no es contrario a la Constitución.
La norma del apartado 4 según la cual las instalaciones
situadas en la playa no podrán ocupar más
de la mitad de su superficie en pleamar es, naturalmente,
inobjetable, pues sólo el titular del demanio puede
resolver en último término sobre el grado
de ocupación de éste. No así, en cambio,
en lo que toca a la distribución de tales instalaciones,
que debe ser establecida por la Administración competente
para la ordenación del territorio, aunque en su defecto
pueda valer como supletoria la norma legal que establece
la distribución homogénea. Por esta misma
razón ha de ser reputado como inconstitucional el
inciso final, que atribuye a la Administración del
Estado la potestad de establecer otro modo de distribución
de las instalaciones cuando se den condiciones especiales,
pues es esa una tarea que corresponde a la Administración
competente para la ordenación del territorio, aunque
pueda la Administración estatal denegar las solicitudes
de autorización o concesión, aún acomodadas
a la distribución prevista en la ordenación
del territorio por razones de interés público,
de acuerdo con lo previsto en el art. 35 en los términos
que después se verán. El apartado 5, por último,
que en cierto modo completa la previsión del art.
31.1, es inobjetable desde el punto de vista de la delimitación
constitucional de competencias, en cuanto que se limita
a excluir, en todo caso, la licitud de ciertos usos de las
playas. El Estado, que ciertamente no necesita invocar en
su favor, en este caso, el título que le confiere
el art. 149.1.21 de la Constitución, que difícilmente
podría justificarlo, se limita con ello a hacer uso
de la facultad que como titular del demanio ostenta para
proteger su integridad y garantizar su uso público.
d) Artículo 34.
El art. 34 dispone que la Administración del Estado,
«sin perjuicio de las competencias de las Comunidades
Autónomas o Ayuntamientos, dictará las normas
generales y las específicas para tramos de costa
determinados», normas que habrán de incluir
directrices sobre las distintas materias que el propio artículo
enumera en los párrafos a) a f). Es éste uno
de los preceptos de la Ley que concitan mayores y más
enérgicas objeciones por parte de los recurrentes.
En general éstos ven en él una habilitación
a la Administración para dictar normas de ordenación
territorial que invaden sus competencias propias pese a
la salvedad inicial de su enunciado y a pesar también
de que, en su apartado segundo y en relación sólo
con las normas específicas, prevé la audiencia
previa de Comunidades Autónomas y Ayuntamientos.
Aunque esta objeción se apoya, desde luego, como
subraya el Abogado del Estado, en la potencial utilización
que de tal habilitación puede hacerse, más
que en la existencia de la habilitación misma y aunque
es cierto también que la finalidad de tales normas
(la protección y utilización del demanio)
no es ajena a las que el Estado, como titular de éste,
puede perseguir legítimamente, no bastan estas razones
para desechar las que aducen los recurrentes, que exigen
un más detenido análisis; ni puede calificarse
sin más de constitucionalmente adecuada una norma
habilitante por el hecho de que la invasión real
de las competencias ajenas se produzca sólo cuando
se haga uso de ella, ni la finalidad perseguida basta por
sí sola para legitimar constitucionalmente la habilitación
en cuestión cuando, de acuerdo con el bloque de la
constitucionalidad, su persecución exige la acción
concertada de diversas instancias dotadas de competencias
propias.
El primer problema que plantea ese análisis más
detallado del precepto es el de precisar cuál es
la naturaleza de las normas a que se refiere y cuál
su contenido posible de las directrices que éstas
han de incluir, o, si se quiere, qué es lo que tales
directrices son desde el punto de vista jurídico.
En cuanto al poder del que emanan, se trata sin duda de
normas estatales, pues, como es obvio, ni la salvedad inicial
en favor de la competencia propia de las Comunidades Autónomas
y Ayuntamientos, ni la simple audiencia de unas y otros
en el caso de las normas específicas, permiten considerarlas,
como era el caso en las previstas en el art. 22 ya analizado,
como producto de la voluntad conjunta de las Comunidades
Autónomas y el Estado, aunque fuera éste el
que tomaba la iniciativa de dictarlas y el que las aprobaba
formalmente. Son, por lo tanto, normas estatales no sólo
en cuanto a su forma, sino también materialmente
en cuanto que es solo el Estado el que determina su contenido.
Así viene a confirmarlo, por lo demás, el
art. 110, f), de la propia Ley, al afirmar que corresponde
a la Administración del Estado la «aprobación
de las normas elaboradas conforme a lo previsto en los arts.
22 y 34», pues en la elaboración de estas últimas
la voluntad estatal es la única decisiva.
Se trata pues, de normas estatales de rango infralegal,
aunque ni las eventuales normas generales, ni menos aún,
claro está, las específicas se integren en
el Reglamento general aprobado por Real Decreto 1471/1989
y objeto de los conflictos de competencia de que se da cuenta
en los antecedentes. Dichas normas no desarrollan, sin embargo,
preceptos concretos de la Ley; se dan, sin duda, en el marco
de ésta, pero no para concretar previsiones que estén,
siquiera in nuce, en la propia Ley, sino en virtud de consideraciones,
por así decir libres o de oportunidad, aunque dirigidas
en todo caso a regular la protección y utilización
del demanio marítimo-terrestre. Es esta especial
naturaleza la que explica seguramente que el legislador
no haya considerado como habilitación suficiente
la contenida en la Disposición final segunda, y se
haya sentido obligado, en consecuencia, a incluir aquí
la previsión que ahora analizamos.
Si el análisis hubiera de tomar en cuenta sólo
su contenido posible de las normas que este art. 34 permite
dictar a la Administración, la impugnación
habría de ser rechazada. Todas las materias acerca
de las cuales han de versar las directrices que esas normas
pueden incluir se refieren, en definitiva, salvo que los
distintos párrafos en que se divide el apartado primero
se interpreten en términos difícilmente conciliables
con su letra, a actuaciones propias de la Administración
del Estado en cuanto que todas están referidas a
la protección o utilización del demanio y
resulta en consecuencia imposible negar a la Administración
del Estado la facultad de establecer, con carácter
general o respecto de tramos específicos de la costa,
los criterios con arreglo a los cuales habrán de
actuar sus órganos periféricos en el desarrollo
de las funciones que les han sido encomendadas.
Esa finalidad de acomodar a criterios generales o específicos
la actuación de los órganos de la Administración
del Estado se alcanza normalmente, sin embargo, mediante
instrucciones de servicio. Pero las referencias que en otros
lugares de la Ley se hace a estas normas del art. 34 evidencian
que el legislador no las concibe en ese limitado sentido,
sino como auténticas reglas de derecho de aplicación
directa en una materia (ordenación del territorio
y urbanismo) en la que todas las Comunidades Autónomas,
que resultarían vinculadas por esas normas, han asumido
competencia plena.
Así, y sean cuales sean las previsiones de los correspondientes
instrumentos de ordenación territorial, las solicitudes
de autorización para utilización y ocupación
del demanio sólo podrán referirse a las instalaciones
y actividades previstas en las normas generales y específicas
dictadas de acuerdo con lo establecido en el art. 34 (art.
52.1), que también fijan las condiciones con arreglo
a las cuales se otorgarán a los Ayuntamientos las
autorizaciones para explotación de los servicios
de playa (art. 53.1). A estas normas, habrá de estarse
para otorgar las autorizaciones de vertidos contaminantes,
superponiendo así dichas normas a lo ya dispuesto
en la legislación estatal y autonómica correspondiente
(art. 57.2); es el orden de preferencia fijado por esas
normas el que se observará al otorgar las autorizaciones
y concesiones que se soliciten (art. 74.3) y a ellas deberán
adecuarse por último, la ordenación territorial
y urbanística del litoral existente a la entrada
en vigor de la Ley (Disposición transitoria tercera,
4).
La eficacia que a estas normas se atribuye es, en definitiva,
tal que son ellas y no los instrumentos de ordenación
del litoral producidos por las Comunidades Autónomas
(instrumentos para cuya aprobación se requiere, por
lo demás, el informe previo y vinculante de la Administración
estatal según el art. 112), o las medidas que éstas
adopten en ejecución de la legislación estatal
sobre vertidos industriales y contaminantes al mar [también
requeridas de informe previo y vinculante: art. 112 b)]
las que determinen cuál haya de ser la utilización
y ocupación del demanio marítimo-terrestre,
que realmente vienen a ordenar. No se trata pues, ni de
simples instrucciones de servicio, ni de normas que, dictadas
en virtud de competencias específicas del Estado
aisladamente consideradas o en conexión con las funciones
que a éste impone inexcusablemente el art. 132.2,
vienen a condicionar la competencia asumida por las Comunidades
Autónomas para la ordenación de su propio
territorio, sino de normas que proceden directamente a ordenarlo
y que, en consecuencia, invaden las competencias autonómicas.
Esta evidencia, que conduce inexcusablemente a considerar
inconstitucional al precepto que habilita a la Administración
del Estado para dictar tales normas, plantea, sin embargo,
un problema que no podemos ignorar y exige una aclaración
necesaria.
En lo que toca a esta última, conviene subrayar
aquí que la declaración de inconstitucionalidad
del precepto no implica en modo alguno que la Administración
del Estado, a la que incumbe la protección y utilización
del demanio, no pueda llevar a cabo las actuaciones de defensa,
regeneración, mejora y conservación del dominio
público [apartado 1 a)], o prever prioridades para
atender las demandas de extracciones de áridos [1
b)], o determinar cuál es la localización
en él de las infraestructuras e instalaciones [1
c)], o regular el procedimiento para el otorgamiento de
concesiones y autorizaciones [1 d)], o resolver lo necesario
sobre la adquisición, afectación y desafectación
de terrenos [1 f)], ni, en general, desempeñar sus
funciones propias sin otra orientación que la del
interés público, de manera que no pueda negar
por ejemplo, las autorizaciones y concesiones que de ella
se soliciten, aun estando ajustadas estas solicitudes a
los correspondientes instrumentos de ordenación territorial,
cuando estime que su otorgamiento sería perjudicial
para la integridad del dominio público o su utilización.
Tampoco significa que los órganos centrales de la
estructura administrativa correspondiente no puedan establecer,
cuando lo estimen oportuno, los criterios a los que, con
carácter general o respecto de tramos específicos,
habrá de ajustarse la actuación de los órganos
periféricos impartiendo instrucciones o directrices
sobre las materias o haciendo uso de la habilitación
general que les concede la Disposición final segunda,
2. Una cosa es, sin embargo, que en virtud de la aplicación
de tales criterios se denieguen en uno o más casos
solicitudes de autorización o concesión admisibles
de acuerdo con la ordenación territorial o urbanística,
y de otra bien distinta que esas instrucciones o directrices,
convertidas en normas vengan a sustituirla, de manera que
la negativa pueda fundarse exclusivamente en la no conformidad
de la solicitud con lo previsto en ellas. La denegación
de una solicitud cursada de acuerdo con las previsiones
establecidas por la Administración competente para
la ordenación del territorio y del litoral sólo
podrá fundarse en el daño que su otorgamiento
implicaría para la preservación del dominio
público o para su utilización, no por contravenir
normas emanadas de una Administración que carece
de competencias propias en esta materia.
e) Artículo 35.2.
Es cierto que, como alega la Comunidad de Cantabria, cuando
el art. 35.2 dispone que la Administración del Estado
no está obligada a otorgar los títulos de
utilización del dominio público marítimo-terrestre
que se soliciten con arreglo a las determinaciones del plan
o normas aprobadas, establece una excepción -que
no derogación- a lo dispuesto con carácter
general por el art. 57 de la Ley del Suelo. Este dato, en
sí sería irrelevante, pues nada impide a una
Ley del Estado excepcionar lo dispuesto por otra Ley estatal.
No obstante, es preciso examinar en qué medida esta
disposición vulnera por ello el principio de seguridad
jurídica que garantiza el inciso 6 del art. 9.3 CE;
y en qué medida incurre en una vulneración
de la competencia autonómica sobre urbanismo, como
afirma también la Comunidad Valenciana.
Desde la perspectiva competencial, las dos posibilidades
de denegación de la pertinente autorización
o concesión que contempla el art. 35.2 merecen un
juicio dispar. Que la Administración del Estado deniegue
una solicitud, para realizar una obra u otra utilización
del demanio costero que se ajusta a planeamiento, por razones
de interés público debidamente motivadas es
perfectamente constitucional, siempre que los intereses
públicos HECHOS valer por el Estado correspondan
al ámbito de sus competencias sectoriales, o se cifren
en la integridad física o jurídica del dominio
del que el Estado es titular, por conllevar una degradación
del bien costero o un atentado a su condición demanial.
Por el contrario, la denegación por razones de oportunidad
distinta de las que acaban de indicarse más arriba
conlleva una vulneración de las competencias sobre
urbanismo y ordenación territorial de la Comunidad
Autónoma litoral, puesto que es a ella a quien corresponde
apreciar la oportunidad de las distintas distribuciones
de usos sobre su territorio, y sin que las facultades estatales
de preservación del dominio público requieran
esta facultad de denegación libérrima y discrecional,
añadida a una facultad de denegar por motivos de
interés público. Cuando sobre un mismo ámbito
coinciden las competencias de unas instancias centrales
y autonómicas del Estado, no es admisible que ninguna
de ellas se arrogue un poder omnímodo o puramente
discrecional; pues una potestad sin límites es incompatible
con la idea misma de distribución del poder público,
y es incompatible con la esencia del Estado de las Autonomías.
La conclusión alcanzada desde la óptica competencial
y que lleva a considerar contraria a la Constitución
la referencia a las razones de oportunidad resuelve en gran
medida la alegación apoyada en el principio de seguridad
jurídica, pues en la medida en que la denegación
se apoye en una causa de interés público,
debidamente motivada, y que aparezca fundada en una norma
establecida por las Leyes cuya ejecución competa
a la Administración del Estado, o establecida en
la misma Ley de Costas como régimen del demanio costero,
no habrá vestigio alguno de vulneración del
art. 9.3 CE.
f) Artículo 36.
La previsión que introduce el art. 36 facultando
a la Administración del Estado para exigir al solicitante
de un uso la presentación de estudios y garantías
económicas, en los supuestos en que se puedan producir
daños y perjuicios sobre el dominio público
o privado, no puede ser interpretada en el sentido que teme
el Gobierno Vasco. La determinación reglamentaria
de dichos estudios y garantías es constitucionalmente
legítima, en cuanto aparece como un complemento indispensable
de la regulación legal, que a su vez se limita a
establecer una norma que preserva la integridad física
del dominio publico, por lo que queda comprendida inequívocamente
en la competencia legislativa del Estado sobre el mar y
su ribera. La determinación de cuáles son
los supuestos en los que dichos estudios y garantías
económicas deben ser exigidos no priva a las Comunidades
Autónomas de sus facultades de gestión sobre
los usos sometidos a sus competencias sectoriales y específicas.
g) Artículo 37.
El art. 37 al prescribir en su apartado 2 que la Administración
del Estado conservará en todo momento las facultades
de tutela y policía sobre el dominio público
afectado por una ocupación, no priva al Gobierno
Vasco de sus facultades de gestión acerca de aquellas
actividades que correspondan a materias de su competencia
aunque se desarrollen sobre el dominio publico. Las facultades
de tutela y policía dimanan de la titularidad estatal
sobre los bienes marítimo-terrestres, en los términos
que resultan de los correspondientes preceptos de la propia
Ley de Costas. El precepto se limita a señalar que
el otorgamiento del título de ocupación que
corresponda no conlleva la disposición, traslado
o renuncia a las facultades irrenunciables que son inherentes
a la titularidad demanial, en cuanto imprescindibles para
garantizar la integridad del dominio público y velar
por su efectiva utilización en términos adecuados
a su afectación a la utilidad pública, tal
y como han sido definidos en el título de ocupación.
De aquí que el titular queda obligado a informar
a la Administración del Estado tan sólo de
las incidencias que se produzcan en relación con
los bienes de dominio público, y no de aquellas otras
que atañan a la actividad realizada sin repercutir
en su soporte demanial, que deberán en su caso ser
puestos en conocimiento de la Administración sectorial
que resulte competente. En esa misma línea ha de
entenderse la facultad de dictar instrucciones al titular
de la ocupación, que si se ciñen al ámbito
demanial que les es propio nunca permitirán a la
Administración del Estado inmiscuirse en la intervención
de aquellas actividades, o en la gestión de aquellos
servicios y obras que sean de la competencia de las Comunidades
Autónomas.
h) Artículo 38.
La prohibición de publicidad que el art. 38.1 impone
en el dominio público costero no infringe ni ignora
la competencia de las Comunidades Balear y Vasca sobre la
ordenación del territorio o el urbanismo. A su condición
de norma básica para la protección del medio
ambiente, que comparte con la interdicción formulada
por el art. 25.1.f), el art. 38.1 une el carácter
de regla jurídica general que forma parte integrante
del régimen jurídico del demanio estatal sobre
el que el Estado ostenta competencia legislativa plena.
Respecto a la prohibición que enuncia el art. 38.2,
de anunciar en cualquier medio de difusión aquellas
actividades en el demanio costero que sean clandestinas
(por carecer del preceptivo título administrativo)
o abusivas (por no ajustarse a sus condiciones), hay que
dar la razón al Abogado del Estado. Aun cuando el
Gobierno Vasco recurre todo el art. 38, su sucinto argumento
contra una incorrecta articulación entre protección
y uso de la ribera del mar y la ordenación del litoral
no atañe al CONTENIDO del apartado 2 de este precepto.
Cuando un recurrente pretende la depuración del ordenamiento
jurídico, tiene la carga de colaborar con la justicia
de este Tribunal, analizando pormenorizadamente las graves
cuestiones suscitadas (STC 11/1981, fundamento jurídico
3.º). En este caso no existen razones que aconsejen
al Tribunal examinar en el fondo la validez de este precepto,
cuya supuesta inconstitucionalidad ha quedado tan insuficientemente
alegada.
C) Proyectos y Obras (Capítulo segundo, arts. 42-46).
a) Artículo 44.
La impugnación dirigida contra los apartados 5 y
6 del art. 44 referidos respectivamente a los paseos marítimos
y a las instalaciones de aguas residuales, no pueden ser
aceptadas por las razones que ya se dieron al estudiar la
presentada contra el art. 25.2.
De otra parte, como es evidente, la referencia que este
artículo hace en su apartado 1 a normas generales
o específicas debe entenderse nula en cuanto incluya
las normas previstas en el art. 34, como consecuencia de
la invalidación de éste.
Este apartado no exonera, además, a la Administración
competente para formular el proyecto de obra del cumplimiento
de los planes que rijan el terreno en que vaya a emplazarse.
Que el precepto se refiera tan sólo al planeamiento
desarrollado por el proyecto no puede interpretarse en el
sentido que teme el Gobierno Vasco, liberando a la obra
de los planes urbanísticos o territoriales que puedan
estar en vigor sobre la franja litoral correspondiente.
La sujeción al planeamiento, tal y como establece
el art. 57 de la Ley del Suelo para los planes urbanísticos,
y como establece el art. 9 de la misma y los correlativos
preceptos de las leyes autonómicas de ordenación
del territorio para los planes territoriales, no queda exceptuada
por lo dispuesto por el art. 44.1 de la Ley de Costas. Sin
que ello obste a que, en cada caso concreto, la Administración
del Estado pueda ejercer la facultad que le reconoce el
art. 180 de la Ley del Suelo, en los términos que
fueron expuestos por la STC 56/1986.
b) Artículo 46.
Las dos impugnaciones que se formulan contra el art. 46
otorgan al precepto un alcance desmesurado, por lo que yerran
al valorar su constitucionalidad. Que la Administración
del Estado apruebe planes de «obras y otras actuaciones
de su competencia» no equivale a permitirle realizar
cualquier tipo de actividad en el espacio costero. El precepto
se limita a permitir que la Administración racionalice,
a través de planes o, quizá más propiamente,
programas integrados, las actuaciones que son de su competencia,
vgr. las enumeradas en las letras a), d) y c) del art. 110
de la Ley de Costas; no así, en cambio, las que no
lo sean, pero sobre estas últimas nuestro pronunciamiento
sólo habrá de hacerse, en su caso, al analizar
el precepto que específicamente las prevea. Por lo
demás, es evidente que en la elaboración de
estos planes habrán de tenerse en cuenta los deberes
de información mutua, coordinación, colaboración
y respeto entre las distintas Administraciones que el art.
116 de la Ley recuerda y cuyo estricto cumplimiento es siempre
necesario.
D) Reservas y adscripciones (Cap. Tercero, arts. 47-50).
a) Reservas (arts. 47 y 48).
Mediante la declaración de reserva de una zona,
la Administración del Estado puede afectar determinadas
pertenencias del dominio público marítimo-terrestre
para el cumplimiento de fines de su competencia, en los
términos previstos por los arts. 47 y 48.
No puede acogerse la impugnación que frente a ellos
formula el Gobierno Vasco, pues como afirma el Abogado del
Estado, nada hay en los preceptos impugnados que ofrezca
fundamento a la Administración del Estado para desvincularse
de aquellos planes, de carácter territorial, urbanístico,
u otro diverso, que esté obligada a cumplir según
las leyes. Ni la Constitución exige que las leyes
se carguen de prevenciones y advertencias de que es preciso
respetar el orden constitucional de competencias, ni en
el presente caso falta tal advertencia contenida, con carácter
general, en el art. 116 de la propia Ley de Costas. La reserva
de una zona del dominio público con la consiguiente
afectación secundaria para el cumplimiento de fines
de competencia estatal, que sustrae de manera total o parcial
los terrenos afectados al uso común general (y a
cualquier otra utilización, quedando subordinados
los derechos preexistentes en los términos que formula
el art. 47.3) es instrumental respecto de la competencia
sustantiva ejercitada y en consecuencia resulta de plena
aplicación la jurisprudencia de las SSTC 76/1984
y 56/1986.
Indudablemente, cuando el Estado ejercite sus competencias
deberá tomar en cuenta las competencias de la Comunidad
Autónoma, tanto al declarar la reserva, como al llevar
a cabo la consiguiente utilización o explotación
de la porción reservada del dominio marítimo-costero.
Tanto del deber constitucional de lealtad entre el Estado
y las Comunidades Autónomas (STC 11/1986), como de
los deberes recíprocos que establece el art.116 de
la propia Ley de Costas, desarrollado en este punto por
el art. 209 de su Reglamento, se desprende inequívocadamente
que la Administración del Estado deberá suministrar
a la de la Comunidad Autónoma toda la información
pertinente para la correcta ordenación del territorio
autonómico, y para el adecuado ejercicio de sus restantes
competencias con incidencia en la franja litoral.
b) Adscripciones (arts. 49 y 50).
Las Comunidades Autónomas recurrentes no cuestionan
la figura de la adscripción de bienes de demanio
marítimo-terrestre que los arts. 49 y 50 de la Ley
de Costas configuran para vincular porciones costeras con
el fin de permitirles el ejercicio de sus competencias en
dos materias: puertos y vías de comunicación.
En la primera, las Comunidades Autónomas de autonomía
plena ostentan competencia exclusiva sobre todos los puertos
que no revisten interés general (art. 149.1.20 y
los correspondientes de los respectivos Estatutos); la de
las Comunidades de autonomía gradual alcanza a los
puertos de refugio, a los deportivos y, en general a los
que no desarrollan actividades comerciales (art. 148.1.6
y los correspondientes de los Estatutos). En materias de
vías de transporte, la competencia autonómica
se extiende a las carreteras y otras vías cuyo itinerario
se desarrolla íntegramente en su territorio (arts.
148.1.5 y 149.1.21 CE, y correspondientes de los Estatutos).
Correlativamente, a las instituciones centrales del Estado
les corresponden los puertos de interés general (y,
en su caso, los puertos comerciales), y las vías
de transporte interterritoriales.
La adscripción demanial es un instrumento puesto
por la Ley al servicio de las Comunidades Autónomas,
que al actuar dos de sus competencias sectoriales con incidencia
en el territorio costero, quedan exentas del régimen
concesional general, y pueden obtener la utilización
privativa de zonas del dominio público de una forma
similar a las reservas en favor de la Administración
del Estado. Se reprocha a la Ley de Costas que ha desnaturalizado
la figura, tal y como había nacido en los Reales
Decretos de traspasos en materia portuaria.
Esos Reales Decretos no vinculan a las Cortes Generales,
ni a los Parlamentos Autonómicos al regular los sectores,
instituciones o materias sujetas a su competencia. Esta
conclusión es evidente, con sólo reparar en
sus autores -los Gobiernos estatal y autonómico,
que llegan a acuerdos en el seno de las correspondientes
Comisiones Mixtas-, y en la finalidad de estos Decretos
-transferir los medios materiales y humanos necesarios para
ejercer las competencias dispuestas por la Constitución
y el respectivo Estatuto de Autonomía-. La Constitución
y los Estatutos son, por lo general, las únicas fuentes
del orden constitucional de competencias (STC 28/1993 y
otras). Cuando la interpretación de este orden que
necesariamente constituye la premisa de los traspasos acordados,
alcanza un reflejo en el correspondiente Real Decreto, esta
interpretación se refiere a las funciones de las
dos Administraciones implicadas en el contexto de la legislación
vigente en el momento de producirse el traspaso (STC 113/1983).
Lo mismo cabe decir respecto a las precisiones sobre las
técnicas o formas jurídicas dispuestas en
los Reales Decretos para canalizar las relaciones de cooperación
o colaboración impuestas por la Constitución
y el Estatuto de Autonomía, pero no reguladas por
ellas (en los términos expuestos a partir de STC
11/1986).
a') Artículo 49.
Para apreciar el grado de adecuación del art. 49
de la Ley de Costas al bloque de la constitucionalidad,
es preciso esclarecer la imbricación de titularidades
que se produce en los espacios portuarios, que, lo mismo
que los aeropuertos (STC 68/1984), son espacios en los que
se llevan a cabo funciones diversas, correspondientes a
distintas Administraciones (STC 77/1984, fundamento jurídico
2.º).
La competencia autonómica abarca a todos los servicios
portuarios, tanto los generales como los específicos,
así como todos los servicios y actividades anejos
e inherentes que no sean de competencia estatal. De ahí
se sigue que las obras e instalaciones del puerto son creadas
y gestionadas por la Comunidad Autónoma, que ostenta
sobre ellas una titularidad plena, o diferida a la reversión
tras la extinción de la concesión que pudiera
existir sobre la obra o instalación. Ahora bien,
la indudable titularidad autonómica de las obras
e instalaciones portuarias no conlleva la plena titularidad
demanial de aquella franja de terreno que es de titularidad
estatal, por mandato expreso de la Constitución.
Esta titularidad demanial del Estado justifica que la Ley
pueda otorgar a la Administración Central la facultad
de emitir un acto que otorgue el derecho a ocupar la ribera
del mar necesaria para ampliar un puerto, o para trazar
una vía de transporte. Que dicho acto se exteriorice
bajo la forma de un informe vinculante que hace posible
-cuando es favorable- que el acto autonómico lleve
ajeno el efecto adscriptorio, en vez de como una RESOLUCIÓN
estatal añadida al acto autonómico aprobando
el proyecto de obras, resulta constitucionalmente válido.
Como señala el Abogado del Estado, la técnica
del informe favorable simplifica la tramitación,
en términos análogos a la importante regla
de racionalización que dispone el art. 39 de la Ley
de Procedimiento Administrativo, evitando tener que seguir
dos procedimientos separados y facilitando la colaboración,
entre las Administraciones estatal y autonómica para
el cumplimiento de sus distintos fines: proteger la integridad
del demanio costero, y proveer los servicios portuarios
y viarios de su competencia.
Del fundamento exclusivamente demanial que tiene la facultad
en manos de la Administración del Estado de adscribir
porciones de la costa para posibilitar el ejercicio de competencias
exclusivas de las Comunidades Autónomas, se siguen
algunas consecuencias que es preciso definir con precisión.
En primer lugar, es evidente que no se requiere adscripción
demanial alguna cuando la actuación de la Comunidad
Autónoma recae sobre los terrenos colindantes con
el dominio público, pues esa actuación está
condicionada sólo por el respeto a las servidumbres
y demás limitaciones que establece el Título
II, incluyendo la necesidad de contar con la autorización
del Consejo de Ministros en los supuestos que contempla
el art. 25.3 de la Ley de Costas.
En segundo lugar, es también claro que, una vez
adscrita una porción del dominio marítimo-terrestre
a una Comunidad Autónoma no es preciso renovar dicha
adscripción mientras el terreno siga destinado al
puerto o a la vía de transporte que dio lugar a la
adscripción inicial y por eso el art. 49 de la Ley
de Costas, aunque prevé la adscripción no
sólo para la construcción o la ampliación
de puertos y vías de transporte, sino también
para la «modificación» de los existentes,
no puede ser interpretado en el sentido que temen los órganos
recurrentes. Resulta indudable, sin embargo que el hecho
de la adscripción no exonera a la Administración
del Estado de su deber de velar por la integridad física
y jurídica del demanio marítimo-terrestre
y que por tanto es legítimo que la Ley prevea cauces
que le permitan conocer a tiempo si las obras de modificación
proyectadas por una Comunidad Autónoma pueden llegar
a producir una alteración importante del dominio,
o influyen sobre la costa y pueden afectar a su regresión,
o distorsionan la dinámica litoral, a los efectos
previstos por los arts. 42.2 y 44.2 y 3 de la Ley de Costas.
Salvaguardados estos legítimos intereses demaniales,
queda agotada la intervención del Estado, cuya Administración
no está autorizada por este precepto para inmiscuirse
en la gestión o explotación de los servicios
portuarios o viarios de competencia de la Comunidad Autónoma.
En tercer lugar, es también indudable que el alcance
de la intervención estatal para posibilitar la adscripción
habrá de ceñirse a preservar la integridad
física y jurídica del demanio marítimo-terrestre,
aunque eso no impide que la Administración del Estado,
por evidentes razones de economía procedimental y
de lealtad y colaboración mutuas, aproveche el informe
bajo el que la Ley ha instrumentado su intervención
para formular aquellas observaciones, críticas, o
sugerencias que fluyan del ejercicio de alguna de sus competencias
sectoriales, como pudieran ser la iluminación de
costas, la marina mercante, la sanidad exterior o la defensa
del patrimonio monumental español (art. 149.1, núms.
20, 16 y 28).
Siendo esto así, nada hay que objetar a que el informe
estatal, condicionante de la adscripción, se refiera
a la delimitación del dominio público afectado
por las obras, y a las medidas necesarias para su protección
o a «los usos previstos» en cuanto a las repercusiones
que éstos pueden tener sobre los bienes demaniales
adscritos, pues es claro que en todo lo demás, el
modo de disponer los servicios portuarios y viarios, y de
configurar las correspondientes obras e instalaciones, queda
fuera del ámbito de competencia estatal.
La omisión de las garantías procedimentales
que varias Comunidades Autónomas recurrentes echan
en falta en el art. 49.2 de la Ley de Costas no convierten
tampoco a este precepto en inconstitucional. Que la ley
no establezca el plazo máximo del que dispone la
Administración del Estado para emitir el informe
que hace posible la adscripción no es significativo,
porque la existencia de un plazo es ineludible para asegurar
el respeto de las competencias autonómicas sobre
puertos y vías de comunicación, cuyo ejercicio
no puede verse desbloqueado a causa de que el Estado no
ejercite sus facultades demaniales.
La Ley no se ha pronunciado acerca del signo, favorable
o desfavorable, que debe darse al silencio de la Administración
estatal. Esta laguna, que versa sobre un aspecto de indudable
trascendencia para preservar las competencias autonómicas,
no implica la inconstitucionalidad que se postula del precepto
legal, pues bastará con estar a lo dispuesto sobre
este aspecto por los Reales Decretos de traspasos. Por ello,
si la Administración del Estado no emite informe
dentro del plazo marcado por el art. 105 a) del Reglamento
de Costas, éste deberá entenderse favorable
a la adscripción de los terrenos necesarios para
constituir las obras proyectadas por la Comunidad Autónoma.
Hay que rechazar, por último, que sean inconstitucionales
el inciso del art. 49.1 que alude a «las disposiciones
pertinentes», y la última frase de ese mismo
apartado. Lo primero, porque la referencia a tales disposiciones
no habilita a la Administración del Estado a regular
la gestión o explotación de los puertos o
vías de comunicación realizados por la Comunidad
Autónoma. La segunda, porque al establecer que el
plazo de las concesiones que se otorguen en los bienes adscritos
no podrá ser superior a treinta años, el precepto
se limita a recordar la regla general que impone el art.
66.2 de la Ley de Costas que no ha sido impugnado, y que
en cualquier caso refleja una determinación legislativa
que corresponde a la competencia exclusiva del Estado para
regular el régimen jurídico del dominio público
marítimo-terrestre.
b') Artículo 50.
En relación con el art. 50 de la Ley de Costas,
que regula la reversión de los bienes adscritos a
una Comunidad Autónoma como soporte de los puertos
y vías de comunicación de su titularidad,
los órganos que lo impugnan suscitan tres problemas
diferentes: el relativo a aquellos supuestos que según
el precepto justifican la reversión, el referente
a quién es el legitimado para adoptar dicha decisión
y, por último, el que toca a la reglamentación
del consiguiente procedimiento. El art. 50 contempla dos
presupuestos de la reversión netamente diferentes.
El primero, consistente en que los bienes no sean utilizados
para el cumplimiento de los fines a los que se adscribieron,
corresponden al supuesto típico de la caducidad de
un título de ocupación del dominio publico;
por consiguiente, es lícito que lo regule el Estado,
en ejercicio de su competencia para establecer el régimen
jurídico del dominio público. El segundo supuesto,
el de que los bienes adscritos sean necesarios para la actividad
económica o el interés general, según
los arts. 131 y 149 de la Constitución, se corresponde
con la figura de la supresión de un título
de ocupación del dominio público. Puede suscitar
alguna duda, en razón de su ambigüedad, pero
no es inconstitucional, en tanto que no atribuye una potestad
omnímoda, sino una facultad cuyo ejercicio debe ser
justificado en cada caso y, en consecuencia, susceptible
de ser sometido a control jurisdiccional en caso de discrepancia.
Cuestión distinta es la que suscita el procedimiento
previsto para apreciar la concurrencia de alguno de los
supuestos y adoptar la pertinente decisión de reversión
al Estado. Ninguna objeción puede hacerse, desde
la perspectiva competencial, a que la declaración
de reversión la formule la Administración
del Estado, en la medida en que dicha declaración
es una manifestación de su titularidad sobre los
bienes de dominio público. No obstante esto, la distinta
naturaleza de los motivos posibles en la reversión
implica también una situación distinta de
las Comunidades Autónomas en el procedimiento. Cuando
el motivo en cuestión es el último de los
indicados (la actividad económica o el interés
general, de acuerdo con los arts. 131 y 149 de la Constitución),
la apreciación de su concurrencia es sin duda competencia
estatal y la audiencia previa de la Comunidad afectada,
con independencia de cuál sea la forma en la que,
reglamentariamente, se articule, es suficiente, en principio,
para salvaguardar sus competencias.
Mayores dudas suscita, por el contrario, la constitucionalidad
del precepto en relación con el primero de los supuestos
que en él se contemplan, esto es, de que los terrenos
no sean utilizados para el cumplimiento de los fines a los
que se adscribieron, pues siendo estos fines, por definición,
de competencia autonómica, sólo la Comunidad
Autónoma ejerce la gestión o, en su caso,
la inspección y control de los correspondientes servicios,
de manera que su criterio acerca del funcionamiento de éstos
y, en consecuencia, sobre la utilización de los terrenos
para los fines a que fueron adscritos tiene una especial
relevancia. Pese a ello y habida cuenta de la posibilidad
que la Comunidad Autónoma tiene de impugnar ante
la jurisdicción competente la decisión estatal
que se aparte del criterio por ella sostenido en el informe
preceptivo, no cabe considerar contrario a la Constitución,
el precepto, sin perjuicio del juicio que, en su caso, haya
de hacerse de su desarrollo reglamentario.
E) Autorizaciones. Disposiciones Generales (arts. 51-55).
a) Artículo 52.
La impugnación de este precepto se hace, en todos
los casos, por conexión con el art. 34. Declarada
la inconstitucionalidad de éste, es claro que esas
impugnaciones han sido atendidas y que debe considerarse
nula la referencia que en este art. 52 se hace a las normas
previstas en el art. 34.
b) Artículos 53.1 y 54.
Una vez establecido que las autorizaciones para llevar
a cabo actividades que utilizan el demanio costero con circunstancias
especiales, o por medio de instalaciones desmontables o
bienes muebles (el art. 51.1 no ha sido impugnado) constituyen,
lo mismo que las concesiones, manifestaciones de la titularidad
del dominio público, nada se puede reprochar a que
las otorgue la Administración del Estado, ni al hecho
de que se explicite que los servicios de temporada en las
playas están subordinados a su obtención,
pues sin duda tales actividades revisten las circunstancias
que implican la intervención autorizatoria.
Queda, pues, por examinar tan sólo las reglas sustantivas
que enuncian los arts. 53.1 y 54 de la Ley de Costas sobre
el otorgamiento preferente de las autorizaciones a los Ayuntamientos
que lo soliciten (art. 53.1, inciso 2 y a los concesionarios
de obras para la creación, regeneración y
acondicionamiento de playas (art. 54). Esta última
regla es un estímulo para quienes asumen el compromiso
de crear, regenerar o acondicionar una playa que se justifica
como norma de régimen jurídico del demanio
en cuanto anuda una utilización lucrativa y otra
que se procura fomentar, con el propósito inequívoco
de regenerar y recuperar la integridad física del
dominio público.
La preferencia en favor de los Ayuntamientos no es inconstitucional.
Tanto la competencia estatal para establecer las bases de
las concesiones administrativas, como, sobre todo, la necesidad
de dotar a los Ayuntamientos de un instrumento eficaz para
cumplir las obligaciones que el art. 115 de la propia Ley
les impone y que dimanan directamente de las facultades
dominicales para asegurar la libre utilización del
demanio marítimo-terrestre, ofrecen base suficiente
para negar la inconstitucionalidad de esta norma. Por otra
parte, es claro que aunque el precepto se refiere sólo
a la sujeción de las autorizaciones a «las
normas generales y específicas» (una referencia
que, en cuanto conectada con el art. 34 debe tenerse por
nula) la obtención de la autorización estatal
no dispensa en modo alguno a los Ayuntamientos de la observancia
de las normas dictadas por la Comunidad Autónoma
de la que formen parte en las materias de su competencia.
c) Artículo 55.
La revocación unilateral de autorizaciones que prevé
el art. 55 suscita dos cuestiones diferentes: una, relativa
a los motivos que pueden justificar tal decisión;
otra, derivada de la inseguridad jurídica que según
alguno de los recurrentes crea.
a') Motivos de revocación:
No puede aceptarse la alegación de que las facultades
de la Administración del Estado se expanden fuera
del ámbito de la protección del bien demanial
de su titularidad, al habilitarla el art. 55.1 para revocar
unilateralmente una autorización en el momento en
que aprecie que las actividades que cubre producen daños
en el dominio público, o menoscaban su uso público,
pues estos dos aspectos son, precisamente los que forman
el nervio de sus facultades demaniales. Los otros dos supuestos
en que se prevé la RESOLUCIÓN, en cambio,
suscitan más reparos.
La revocación de una autorización por resultar
incompatible con la normativa aprobada con posterioridad,
es, en sí, una previsión legal que se limita
a establecer el régimen de las autorizaciones demaniales,
cuya aprobación no se ha discutido al legislador
estatal. Ahora bien, si la normativa cuya aprobación
da lugar a la revocación de la autorización
debe ser ejecutada por la Comunidad Autónoma, al
margen de que venga establecido por leyes estatales o autonómicas,
será ésta la que habrá de resolver
si se debe o no impedir que continúe la utilización
autorizada en su día, de manera que la RESOLUCIÓN
dictada por la Administración del Estado queda en
cierto sentido vinculada por la RESOLUCIÓN autonómica,
dictada en el ejercicio de sus competencias ejecutivas sectoriales.
El cuarto y último supuesto de RESOLUCIÓN
es el de que el uso especial autorizado impida la utilización
de la pertenencia demanial para actividades de mayor interés
público. Siempre que los dos intereses públicos
en juego, el servido por la actividad que se quiere sacrificar
y el servicio por la actividad que se quiere beneficiar
con la RESOLUCIÓN, caigan en la órbita de
las competencias de ejecución de la Comunidad Autónoma
litoral, es claro que será ella la encargada de tomar
la iniciativa de la decisión estatal, que sólo
podrá ser denegada en atención a una finalidad
de interés público que entre en el ámbito
de la competencia estatal y haciendo uso, en su caso, de
lo dispuesto en el art. 180 de la Ley del Suelo, como ya
dijimos en la STC 56/1986.
b') Precariedad.
El Consejo de Gobierno de Cantabria estima que la posibilidad
de que una normativa posterior dé lugar a la resolución de una autorización, en cualquier momento y sin derecho
a indemnización, y sin la previsión de un
régimen transitorio (dada la insuficiencia del apartado
2 del art. 55) vulnera el principio de seguridad jurídica
reconocido en el art. 9.3 de la Constitución. Esta
alegación es inatendible pues es claro que, estando
establecida la precariedad de las autorizaciones mediante
una norma general y previa, cuya aplicación al caso
concreto puede ser objeto de control jurisdiccional, nada
cabe objetar al precepto que examinamos desde el punto de
vista que la Comunidad recurrente nos propone.
F) Vertidos (arts. 56-62).
Las impugnaciones dirigidas contra los artículos
que integran la Sección 2.ª del Capítulo
Cuarto, que regula las autorizaciones de vertidos de líquidos
o sólidos al dominio público marítimo-terrestre
se mueven en tres planos distintos. De una parte (sólo
esto impugnan las formuladas por las Comunidades Autónomas
de Galicia y Baleares) se objeta la referencia que el art.
57.2 hace a las normas previstas en el art. 34. De la otra
(diversas demandas de manera más o menos indirecta,
pero sobre todo la Generalidad de Cataluña), se niega
la competencia estatal para dictarlas, por no tratarse de
normas básicas de protección del medio ambiente,
dado su grado de detalle y por incluir todos los vertidos,
no sólo los industriales y contaminantes. Por último,
todos los recurrentes impugnan la reserva a la Administración
estatal de la facultad de otorgar las autorizaciones de
vertidos cuando éstos hayan de hacerse en el dominio
público.
Como es obvio, en lo que toca a la referencia del art.
57.2 a las normas previstas en el art. 34, las demandas
han de ser estimadas, teniéndose en consecuencia
por nula tal referencia, de acuerdo con las razones ya antes
expuestas. La respuesta a las impugnaciones contra esta
Sección en los otros dos planos requiere, sin embargo,
algunas consideraciones previas, cuya necesidad resulta
tanto de la imbricación existente entre los dos títulos
competenciales que se aducen para sostener la inconstitucionalidad
de la Ley estatal (la competencia para el desarrollo de
la legislación básica del Estado sobre protección
del medio ambiente, así como para ejecutar tanto
esta legislación como la que el Estado establezca
sobre vertidos industriales y contaminantes) como de los
problemas que plantea la competencia ejecutiva de las Comunidades
Autónomas en materia de vertidos.
Sobre el alcance de la competencia estatal para establecer
la legislación básica de protección
del medio ambiente no es necesario reiterar aquí
lo ya dicho en el primero de los fundamentos; sobre la correlativa
competencia asumida por las distintas Comunidades Autónomas
en esa materia, sólo hay que recordar que todas ellas,
con independencia de cuál sea la competencia normativa
que el respectivo Estatuto les atribuye, son competentes
para ejecutar la legislación del Estado sobre protección
del medio ambiente. Hecha esta precisión podemos
entrar a analizar el problema que plantea la competencia
autonómica sobre vertidos.
En materia de «vertidos industriales y contaminantes»
todas las Comunidades Autónomas recurrentes (salvo
Cantabria y Canarias) han asumido competencia para ejecutar
la legislación del Estado. Más precisamente
aún, para ejecutar la legislación estatal
sobre los mencionados vertidos en las aguas territoriales
correspondientes al propio litoral (así EA País
Vasco, art. 12.10.º; EA Cataluña, art. 11.10.º;
EA Galicia art. 29.4.º; EA Andalucía, art. 17.6.º;
EA Valencia, art. 33.9.º, y EA Baleares, art. 12.3.º).
En apariencia el sistema de delimitaciones competenciales,
en este caso, más simple que en lo que toca a la
protección del medio ambiente, puesto que todas las
Comunidades Autónomas que ostentan la competencia
la tienen con el mismo alcance y en los mismos términos.
La simplicidad es, sin embargo, sólo aparente y la
cuestión es oscura y compleja.
Oscuridad y complejidad vienen, en primer lugar de los
conceptos utilizados para determinar la atribución
competencial a las Comunidades Autónomas, puesto
que de ellos resulta que la competencia ejecutiva no se
extiende a todos los vertidos, sino sólo a los «industriales
y contaminantes» y no con independencia de cuál
sea el lugar de recepción de tales vertidos, sino
sólo cuando éste sea el mar territorial (País
Vasco, Cataluña, Galicia, Andalucía y Valencia)
o indistintamente éste y las «aguas interiores»
(Baleares). Una interpretación estricta del precepto,
como la que acoge la Ley obliga a concluir que no existe
competencia autonómica alguna sobre vertidos cuando
éstos no tienen origen industrial y son inocuos desde
el punto de vista ecológico, ni sobre aquellos, que
aun siendo industriales y contaminantes, no se arrojan directamente
al mar territorial (o, en el caso balear, a las aguas interiores),
de manera que sobre todos ellos la Administración
Central había retenido la plenitud de sus competencias.
Esta interpretación, aunque posible ateniéndose
a la literalidad de los preceptos, no está exenta
tampoco de dificultades (ni el concepto de «vertidos
contaminantes» tiene un CONTENIDO jurídico
inequívoco ni parece razonable que un vertido deje
de ser competencia estatal para pasar a ser competencia
autonómica cuando se hace más sucio, o viceversa)
y conduce, sobre todo, a una situación absurda. Absurda
no sólo desde el punto de vista de la lógica
institucional sino también desde el punto de vista
jurídico. En este último ámbito, el
absurdo se origina en la estrecha imbricación existente
entre este título competencial y el que antes hemos
analizado, en cuanto toca a la ejecución de la legislación
del Estado sobre protección del medio ambiente. Como
es evidente, las mismas normas serán incardinables
en uno u otro título según que se las considere
desde el punto de vista del objeto que regulan (el vertido)
o de la finalidad que persiguen o el resultado que con su
aplicación se obtiene (la protección del medio
ambiente) y, en consecuencia, las facultades de ejecución
que su aplicación comporte podrán ser al mismo
tiempo reconocidas y negadas a las Comunidades Autónomas.
Para evitar este absurdo, no cabe otra vía que la
de entender que la competencia asumida por las Comunidades
Autónomas sobre vertidos industriales y contaminantes
en el mar territorial no es más que una especificación
de la competencia más amplia que todas ellas tienen
para ejecutar la legislación del Estado sobre la
protección del medio ambiente. Es cierto que esta
interpretación hace en cierta medida redundantes
los enunciados estatutarios relativos a vertidos y que infringe
así uno de los postulados hermenéuticos más
generalmente aceptados, pero también entre los principios
hermenéuticos existe una cierta jerarquía
y es difícil no otorgar un valor predominante al
que ordena prescindir de aquellas interpretaciones que conducen
al absurdo.
Cabe afirmar por tanto, para concluir, que las Comunidades
Autónomas que han asumido competencia para la ejecución
de las normas sobre protección del medio ambiente
son también competentes para llevar a cabo los actos
de ejecución que impliquen la aplicación de
las normas sobre vertidos, sea cual fuere el género
de éstos y su destino.
Una vez sentado lo anterior, estamos ya en condiciones
de entrar en el análisis de los artículos
impugnados.
a) Los arts. 56.1 y 3; 57; 58; 59; 61 y 62 se impugnan,
en primer lugar, según queda dicho, tanto por referirse
a todo género de vertidos como por exceder si se
los entiende como normas de protección del medio
ambiente, del ámbito de lo que puede ser considerado
como básico.
La impugnación no puede ser atendida en virtud de
las razones que acabamos de exponer. La admisión
de la competencia autonómica para la ejecución
de la legislación existente sobre todo género
de vertidos sólo existe, dado el silencio de los
Estatutos en la medida en la que tal normativa sea encuadrada,
de acuerdo con su finalidad, en la protección del
medio ambiente y ya hemos ofrecido los argumentos por los
que no cabe considerar que las normas generales y abstractas
dictadas con esa finalidad, sea cual sea su grado de detalle,
exceden de la competencia estatal en esta materia. Los artículos
mencionados no son, por lo tanto, desde este punto de vista
y excluida siempre la referencia que el art. 57.2 hace a
las normas dictadas de acuerdo con el art. 34, que debe
reputarse nula, contrarios al orden constitucional de competencias.
b) Los artículos mencionados en el epígrafe
anterior, salvo el 56, son impugnados también por
atribuir a la Administración del Estado la competencia
para otorgar las autorizaciones de vertidos, sea cual sea
el género de éstos, una competencia que las
Comunidades Autónomas reivindican para sí
mismas.
En razón también de lo antes expuesto, no
cabe negar la titularidad autonómica de la competencia
reivindicada, pues en los correspondientes Estatutos, en
la forma ya antes analizada, se les atribuye esa competencia
con mención explícita en muchos casos de los
vertidos al mar territorial. Es claro que para alcanzar
éste las conducciones de vertidos habrán de
atravesar el dominio público marítimo-terrestre
y que para ello habrán de ocuparlo. La competencia
estatal para el otorgamiento del oportuno título
de ocupación queda, sin embargo, salvada por la previsión,
contenida en el art. 57.1, de que el otorgamiento de las
autorizaciones se hará «sin perjuicio de la
concesión de ocupación de dominio público,
en su caso». Esta previsión, que pone de manifiesto,
también en este caso, que la eficacia de la actuación
administrativa sólo podrá alcanzarse mediante
la coordinación entre las diversas Administraciones
implicadas, es la única referencia inequívoca
que en los preceptos ahora en consideración se hace
a la Administración del Estado.
En todos ellos, en efecto, se habla siempre de la «Administración
competente» sin precisar cuál sea ésta.
Esta indefinición no priva ciertamente de sentido
a la impugnación dirigida contra estos artículos,
pues su integración con lo dispuesto en el art. 110
h), en el que inequívocamente se atribuye a la Administración
del Estado la facultad de otorgar la autorización
de vertidos, salvo los industriales y contaminantes, desde
tierra al mar, no admite interpretarlos de forma distinta
a la hecha por los recurrentes. Aun admitiendo las razones
de éstos, la letra de estos preceptos no autoriza
ninguna declaración de inconstitucionalidad ni aconseja
ninguna consideración interpretativa, pues los resultados
que con ella podrían alcanzarse se obtendrán
de manera más clara y más simple al llevar
en su momento al pronunciamiento que hayamos de hacer sobre
el art. 110 h), las consecuencias de la doctrina que queda
expuesta.
G) Concesiones (arts. 64 a 72).
El Gobierno Vasco es el único recurrente que impugna
preceptos del Capítulo V sobre concesiones, aunque
la tesis que sustenta es sostenida también por otras
Comunidades Autónomas que concentran sus ataques
en las letras b) y c) del art. 110, la Disposición
adicional quinta, 2, y los arts. 52.1 y 57.1. Unos y otros
sostienen dos tesis superpuestas: unánimemente, la
de que es a la Administración Autonómica,
y no a la estatal, a la que corresponde otorgar las concesiones
necesarias para ocupar los bienes de dominio público
marítimo-terrestre con obras e instalaciones no desmontables,
en contra de lo afirmado en los arts. 64 y 110 b) de la
Ley de Costas; facultad de otorgar a la que irían
anejas las de vigilancia del cumplimiento de su clausulado,
que contempla el art. 110 c); por añadidura, el Gobierno
Vasco ataca también distintas normas sustantivas
reguladoras de las concesiones (los arts. 64, 67, 68 y 71.3
y la Disposición transitoria quinta, 2), y la Generalidad
de Cataluña, la prevalencia general que establece
la Disposición adicional quinta, 2. Nos ocuparemos,
en primer lugar, de aquella impugnación unánime
que se puede considerar centrada en el art. 64, para estudiar
después, aquí o más tarde, las que
se dirigen contra aspectos concretos de la regulación.
a) Artículo 64.
Con carácter preliminar, es preciso destacar que
ningún recurrente ha cuestionado que la Ley estatal
subordine la utilización del dominio público,
mediante obras o instalaciones no desmontables, a la previa
obtención de una concesión. Sólo el
Gobierno Vasco impugna, como ya se ha dicho, el art. 64
de la Ley de Costas y lo hace exclusivamente en su último
inciso, que se refiere a la Administración del Estado.
Tampoco se han impugnado los preceptos que regulan el régimen
sustantivo de la institución concesional (Caps. Quinto
y Sexto), con excepciones no por importantes menos secundarias.
Por consiguiente, nuestro examen de constitucionalidad puede
partir de la premisa de que el legislador estatal puede
lícitamente establecer el sistema concesional para
intervenir y regular la utilización de mayor intensidad
de porciones demaniales costeras. Y que esa competencia
alcanza a la definición de su régimen jurídico.
Este último punto es de indudable importancia. La
Ley de Costas ha configurado la concesión demanial
como título de ocupación de dominio público,
no como medida de intervención en garantía
de las leyes sectoriales que recaigan sobre la actividad,
la obra o incluso la misma zona a la que se refiere la concesión,
y en su art. 65 recuerda que el otorgamiento de la concesión
demanial no exime a su titular de la obtención de
las concesiones y autorizaciones que sean exigibles por
otras Administraciones Públicas, en aplicación
de las legislaciones en materias específicas como
puertos o vertidos. La articulación entre unas y
otras es abordada por la Disposición adicional quinta,
que establece algunos principios sobre su otorgamiento y
su eficacia recíproca.
Esta caracterización legal de las concesiones del
dominio público marítimo-terrestre permite
ahuyentar los temores de invasión competencial que
fundan los alegatos de las Comunidades Autónomas
recurrentes. El art. 64, al atribuir a la Administración
del Estado la facultad de otorgar el derecho a ocupar bienes
de dominio marítimo-terrestre mediante concesión,
no hace más que permitir la exteriorización
de la titularidad estatal sobre tales bienes. Es lógico
que, conforme a esa titularidad, se requiera que en el correspondiente
acto concesional quede constancia de cuál es la concreta
actividad o utilización consentida, cómo se
debe preservar la integridad física del bien, su
vinculación general al interés público,
y cuáles son las contraprestaciones económicas
por su aprovechamiento (como contempla en líneas
generales el art. 76 de la Ley de Costas, no impugnado).
Es obvio, por tanto, que a través de la concesión
demanial la Administración del Estado hace valer,
exclusivamente, su condición de dominus de las costas,
y que en consecuencia, en cuanto acto de intervención
fundado en la titularidad demanial, la fuerza expansiva
de la institución concesional queda limitada -en
el plano constitucional- por el orden de competencias consustancial
al Estado autonómico. Sin duda esto no impide que,
como hasta ahora, otras leyes estatales (o la misma Ley
de Costas, en aquellos de sus preceptos que no son estrictamente
demaniales) se valgan de la concesión del dominio
público para garantizar el cumplimiento de sus disposiciones,
pero sí que la Administración del Estado pueda
ejercer su facultad de concesión demanial para interferir
o perturbar el ejercicio de las potestades de las Comunidades
Autónomas en aquellos ámbitos materiales sobre
los que ostentan competencia de ejecución, de acuerdo
con los parámetros que expuso la STC 77/1984 (fundamento
jurídico 2.º).
No es así inconstitucional la atribución
a la Administración del Estado de la potestad de
otorgar el derecho a determinados usos del demanio marítimo-terrestre
mediante concesiones. Esta conclusión obliga a desechar
la impugnación dirigida contra el art. 64 de la Ley
de Costas.
b) Artículo 67.
su contenido propio del art. 67 es, en general, inocuo
desde la óptica de la distribución territorial
del poder público. Los requisitos de información
pública y oferta de condiciones, así como
la exigencia de aceptación por parte del peticionario
y las consecuencias de su eventual impugnación, son
simples reglas del régimen jurídico propio
de la técnica concesional. Las únicas dudas
las suscita la configuración de la potestad estatal
de otorgamiento de la concesión demanial como discrecional.
Esta nota, tradicional en la regulación de la figura,
y en sí misma inobjetable, requiere alguna matización
en aquellos supuestos en los que la concesión se
solicita para un proyecto encuadrado en una materia de competencia
autonómica y que ha recibido el beneplácito
de la correspondiente Comunidad. Por las razones expuestas
al analizar el art. 35.2, la Administración del Estado
sólo podrá denegar, en tal caso, el otorgamiento
de la preceptiva concesión demanial exponiendo motivadamente
los fundamentos legales y los hechos determinantes de tal
decisión, que sólo serán lícitos
en la medida en que se dirijan a evitar la degradación
o la expoliación del demanio costero, o se dirijan
a evitar la degradación o la expoliación del
demanio costero, o se encuadren en materias en las que el
Estado ostenta una competencia propia.
c) Artículo 68.
El art. 68 de la Ley prevé la posibilidad de que
el acto concesional implique la declaración de utilidad
pública a efectos de expropiación forzosa,
u ocupación temporal, de los bienes o derechos afectados
por el objeto de la concesión estatal. Esta previsión
se proyecta tanto sobre la franja demanial, en la que afectará
a los derechos de los concesionarios preexistentes, como
sobre los terrenos colindantes con el dominio público,
en donde afectará a los derechos de sus propietarios.
Simultáneamente, el mismo art. 68 atribuye la declaración
al Departamento Ministerial competente.
De la doctrina expuesta en la STC 37/1987 (fundamento jurídico
6.º) se desprenden varios criterios que permiten analizar
la impugnación formulada por el Gobierno Vasco: 1)
la legislación sobre expropiación forzosa
es competencia exclusiva del Estado, por imperativo del
número 18 del art. 149.1 C.E.; 2) la expropiación
forzosa es un instrumento puesto a disposición del
poder público para el cumplimiento de sus fines (STC
166/1986, fundamento jurídico 13) que obviamente
han de ser fines de su competencia, y 3) la definición
de la concreta causa expropiandi, además de la ejecución
de las medidas expropiatorias, son facultades que no pueden
disociarse de las que correspondan al poder público
que dispone de potestad expropiatoria para la determinación
y cumplimiento de sus diferentes políticas sectoriales.
De aquí se desprende la conclusión de que
la decisión de anudar al acto concesional la declaración
de utilidad pública corresponderá ya a la
Comunidad Autónoma, ya al Estado, según cuál
sea el ámbito competencial en el que se encuadren
la obra o la instalación para la que se solicita
la concesión demanial, aunque, como es obvio, la
declaración de utilidad pública, postulada
por la Comunidad Autónoma, como la concesión
misma, podrá ser denegada cuando la expropiación
o la ocupación temporal hubiera de recaer sobre obras
o instalaciones de competencia plena del Estado, por razón
de títulos competenciales propios, o crearan un peligro
grave para la integridad física o jurídica
del dominio público marítimo-terrestre. En
estos supuestos, como en muchos otros que aparecen dispersos
por toda esta Ley, resulta palpable la necesidad ineludible
de alcanzar una colaboración, e incluso concertación
entre las dos Administraciones, como es normal cuando sobre
el mismo medio físico coinciden la Administración
del Estado y la de una Comunidad Autónoma en ejercicio
de títulos competenciales distintos [STC 227/1988,
fundamento jurídico 20.e)].
d) Artículo 71.
La doctrina que acabamos de exponer ofrece también
solución para la impugnación dirigida contra
el art. 71.3 de la Ley de Costas, que atribuye al Departamento
Ministerial concedente la facultad de declarar de utilidad
pública el rescate de una concesión, incluso,
en su caso, con declaración de urgencia. Que el rescate
de una concesión de dominio público sobre
bienes costeros quede supeditada a una expresa declaración
de utilidad pública hecha por la Administración
del Estado no suscita problema alguno, habida cuenta de
la titularidad estatal del demanio. Lo mismo cabe decir
de la previsión legal que permite añadir una
declaración de urgencia, cuando las circunstancias
lo requieran, de acuerdo con el art. 52 de la Ley de Expropiación
Forzosa.
Cuando el otorgamiento de la concesión se hubiese
hecho de acuerdo con proyectos correspondientes a la competencia
material de la Comunidad Autónoma y aprobados por
ésta, la declaración de la utilidad pública
de su rescate sólo podrá hacerse, excluidos
aquellos casos en los que tal declaración se hace
para atender fines que son de la competencia estatal o para
preservar la integridad del demanio, por iniciativa de la
Comunidad Autónoma competente ratione materiae. Interpretado
en estos términos, el precepto no es contrario al
orden constitucional de competencias.
e) Artículo 79.1.k).
Su impugnación no se apoya en argumentación
específica alguna, por lo que no procede considerarla.
5. Título IV.
Dentro del Título IV de la Ley, que regula el régimen
económico-financiero de la utilización del
dominio público marítimo-terrestre, se han
impugnado los arts. 84.1, 85.3, 86 y 87. Los motivos de
la impugnación de estos preceptos enlazan en todos
los casos con la reivindicación competencial que
ya en relación con artículos anteriores se
ha analizado. Pese a ello y como se verá en lo que
sigue, no puede trasladarse a este punto sin más,
en todos los casos, la respuesta que allí hemos dado,
pues en cuanto que tal respuesta altera, en alguno, la solución
prevista en la Ley, la lógica interna de ésta
quedaría rota mediante la traslación pura
y simple. Para mantenerla resulta indispensable por ello
hacer una declaración interpretativa que permite
mantener el precepto en tanto que el legislador no lo sustituya
con una fórmula que de manera más clara y
por eso más fácilmente aplicable, acomode
la Ley a las exigencias que derivan del bloque de la constitucionalidad.
A) Artículo 84.
El art. 84.1 establece un canon que grava a toda ocupación
o aprovechamiento del demanio costero que se lleve a cabo
en virtud de una concesión o autorización.
El canon se devenga a favor de la Administración
del Estado, sin perjuicio de los que sean exigibles por
la Administración otorgante. Es indudable que este
canon demanial recae también sobre aquellas ocupaciones
y aprovechamientos que las Comunidades Autónomas
permitan, mediante las concesiones o autorizaciones pertinentes,
sobre las porciones demaniales adscritas para las vías
de comunicación o los puertos de su competencia.
Pero ninguna de las razones expuestas por la Junta de Galicia
y por el Consejo de Gobierno de Baleares lleva a concluir
la inconstitucionalidad de esta norma. El presupuesto o
hecho imponible de esta exacción es la utilización
del dominio público marítimo-terrestre, no
la realización por la Administración de las
actividades encaminadas a adjudicar la concesión
o la autorización que hace posible dicha utilización,
pues estas actividades darán lugar, en su caso, a
tasas como las previstas por el art. 86, que examinaremos
luego. De aquí se desprende que es indiferente, al
valorar el canon que establece el art. 84.1, que sea la
Administración del Estado o la de una Comunidad Autónoma
quien expida el título administrativo que permite
la ocupación o el aprovechamiento gravados. Lo determinante
es que es el Estado quien ostenta la titularidad del dominio
público por cuya utilización se exige el canon.
Como ya dijimos en la STC 227/1988 (fundamento jurídico
28), es por esto al legislador estatal a quien corresponde
establecer el canon demanial en cuestión. No se desnaturaliza
así la figura de la adscripción de bienes
de dominio público estatal a las Comunidades Autónomas,
pues tal adscripción no altera la titularidad dispuesta
por el art. 132.2 C.E. en favor del Estado, como señala
expresamente el art. 49.1 de la Ley de Costas. Tampoco implica
este canon un gravamen en favor del Estado sobre los bienes
usados por la Comunidad Autónoma en el ejercicio
de sus competencias, porque el apartado 6 del mismo art.
84 lo excluye expresamente, ni su existencia permite sostener
que se ha infringido el principio de igualdad consagrado
por el art. 14 de la Constitución, porque de este
precepto no dimana derecho alguno que pueda ser invocado
por las Comunidades Autónomas, que no son ciudadanos,
sino partes del Estado dotadas de las potestades que les
concede su Estatuto de Autonomía. Finalmente, en
el art. 84.1 no hay vestigio alguno de la doble imposición
que prohíbe el art. 6.2 de la LOFCA. Ya declaramos
en nuestra Sentencia 37/1987 (fundamento jurídico
14), en relación con una norma análoga, que
el legislador puede seleccionar distintas circunstancias
que den lugar a otros tantos HECHOS imponibles, determinantes
a su vez de figuras tributarias diferentes. Así pues,
la previsión de que el canon por ocupación
del demanio costero puede coexistir con tasas u otros tributos
exigibles por la Administración otorgante de la concesión
o autorización no suscita en sí cuestión
alguna.
B) Artículo 85.
El art. 85.3 ha sido impugnado por la Comunidad Autónoma
de Cantabria, en relación con los arts. 56 y 57,
por cuanto que, al prever éstos [a su vez por su
conexión con el art. 110.h) como ya vimos], que corresponde
a la Administración del Estado el otorgamiento de
las autorizaciones de vertidos, atribuye también
a ésta la percepción del canon por este concepto.
La Comunidad Autónoma combate tal atribución
por entender que es a ella a la que corresponde la competencia
en materia de vertidos.
Para analizar el mérito de la impugnación
no hemos de fundarnos en el hecho de que, como ya indicamos,
el Estatuto de Autonomía de Cantabria no otorga a
esta Comunidad competencia específica sobre vertidos,
que hemos considerado incluida en la más genérica
de gestión en materia de medio ambiente, que sí
le ha sido atribuida [art. 24.a)]. Tampoco podemos resolver,
sin embargo, mediante la transposición mecánica
de la doctrina que respecto de la competencia autonómica
en relación con los vertidos, fuese cual fuese su
naturaleza, hemos establecido con anterioridad, de manera
que, estimándolo, declaramos que corresponde a la
Administración de la respectiva Comunidad Autónoma
la percepción del canon por la autorización
de vertidos, una declaración que, por lo demás,
en nada altera el tenor literal del precepto que se refiere
sólo a «la Administración otorgante
de la autorización».
Esa imposibilidad viene del hecho de que la misma norma
que ahora estudiamos prevé que el importe del canon
percibido se destinará «a actuaciones de saneamiento
y mejora de la calidad de las aguas del mar» esto
es, a actuaciones en un espacio que es de titularidad estatal
y cuya preservación es, por tanto, función
propia de la Administración del Estado. Habida cuenta
de esta finalidad, es claro que la razón de ser del
canon no es la actividad administrativa en sí misma,
ni la eventual ocupación del dominio público
marítimo-terrestre por los emisarios de los vertidos,
que es objeto de regulación en el art. 84, sino la
perturbación o daño que en el agua del mar
origina la recepción de los efluentes y que, en consecuencia,
sea cual fuere la Administración que lo recauda,
su destino ha de ser el saneamiento y mejora de la calidad
de las aguas del mar.
C) Artículos 86 y 87.
El problema que se suscita respecto de los arts. 86 y 87
se origina en la ambigüedad de su redacción
que atribuye a «la Administración» a
secas, la percepción de las tasas que regula. Esta
ambigüedad ha dado lugar a que sea impugnado por razones
diametralmente opuestas: el Consejo Ejecutivo de Cataluña,
por interferir su competencia para imponer y exigir tasas
por sus servicios propios, aun cuando se presten sobre el
dominio público marítimo-terrestre por entender
que las tasas previstas por la Ley abarcan las actividades
realizadas por la Administración autonómica;
por el contrario, el Gobierno Valenciano estima que el art.
86 es inconstitucional por no expresar que las tasas han
de ser percibidas por la Administración autonómica,
cuando sea ésta y no la del Estado la que resulte
competente para realizar la actividad que la origina.
Hay que dar la razón al Abogado del Estado, cuando
afirma que estos preceptos deben ser interpretados de conformidad
con el bloque de la constitucionalidad y de las normas que
forman la arquitectura del Estado de las autonomías,
pues el principio de sujeción de los poderes públicos
al ordenamiento jurídico (art. 9.1 C.E.) impone «una
interpretación de las normas legales acorde con la
Constitución y debe prevalecer en el proceso de exégesis
el sentido de la norma, entre los posibles, que sea adecuado
a ella» [STC 77/1985, fundamento jurídico 4.º].
Los arts. 86 y 87 establecen unas tasas, que cubren los
costes directamente imputables a la prestación de
diversos servicios por parte de la Administración
perceptora. Estos incluyen el examen del proyecto en la
tramitación de solicitudes de autorizaciones y concesiones,
el replanteo y la inspección de obras, la práctica
de deslindes y otras actuaciones técnicas y administrativas,
y la aportación de estudios y copias de documentos,
siempre a instancia de los interesados. El principio de
que la competencia para crear tasas por servicios deriva
necesariamente de la que se ostenta para crear las instituciones
y organizar los servicios públicos correspondientes
(STC 37/1981, fundamento jurídico 3.º) y el
mandato expreso de la LOFCA, cuyos arts. 7.1 y 17 disponen
que las Comunidades Autónomas establecerán
y regularán las tasas por prestar sus propios servicios
públicos, fuerzan a entender que la norma que contienen
los arts. 86 y 87 solamente puede entenderse referida a
actividades que sean de competencia estatal. Contra lo que
opina la Generalidad de Valencia, las tasas que recauden
las Comunidades Autónomas como contraprestación
de su intervención serán las fijadas en sus
propias Leyes, no las previstas por la Ley de Costas. En
conclusión, pues, los arts. 86 y 87 son constitucionales
una vez entendido que las tasas allí establecidas
gravan actuaciones de la Administración estatal.
6. Título V.
El Título V de la Ley regula las infracciones y
sanciones. Las impugnaciones presentadas por los órganos
autonómicos que lo recurren pueden ser agrupadas
en tres clases: Las dirigidas contra los arts. 90 y 91,
las que tienen por objeto el art. 93 c) y, por último,
las que combaten el art. 101.2. El primer grupo es el más
nutrido. La Junta de Galicia, el Gobierno Vasco y el Consejo
Ejecutivo de Cataluña objetan diversos párrafos
del art. 90, que tipifica determinadas conductas como infracciones
sujetas a las sanciones que prevé el art. 97, y que
son clasificadas en graves y leves en el art. 91. El Consejo
Ejecutivo de la Generalidad ataca también varios
párrafos del art. 91.2 que clasifican como graves
distintas infracciones.
a) Artículos 90 y 91.
Las impugnaciones dirigidas contra estos artículos
no se basan en la atribución de competencia ejecutiva
alguna a la Administración del Estado que los recurrentes
juzguen invasor de la propia, pues de hecho no hay tal atribución
y, como evidencia, la conexión existente entre estos
preceptos y el art. 99 de la propia Ley, ésta prevé
que las sanciones establecidas para las faltas que aquellos
preceptos definen y clasifican sean impuestas por la Administración
competente en cada caso. La razón de la impugnación
está por eso en que los recurrentes niegan que exista
competencia estatal para tipificar y clasificar estas faltas
porque las mismas hacen relación a conductas que
se desarrollan, en un espacio, el de la zona de servidumbre,
en el que es competencia propia de la Comunidad Autónoma
la ejecución de las normas de protección del
medio ambiente, o de la legislación sobre vertidos
industriales y contaminantes, que son los sectores materiales
en los que cabe encuadrar aquellas normas cuya infracción
se define ahora como falta.
Los términos en los que la impugnación se
plantea obligan a rechazarla. Asegurado como está
en la propia Ley el respeto a las competencias ejecutivas
de las Comunidades Autónomas, no se advierte, en
efecto, razón alguna para declarar la inconstitucionalidad
de estas normas por invadir la competencia autonómica.
Es cierto que no se hace objeción alguna frente a
aquellos párrafos en los que la conducta tipificada
se desarrolla en el dominio público marítimo-terrestre
o incide directamente sobre él [así los señalados
con las letras a), b), d) y h), e incluso, en cierto sentido,
el primer inciso de los párrafos e) y f)], de manera
que no se cuestiona la competencia del Estado para regular
su propia actuación como titular del demanio y la
impugnación se limita a combatir la normativa estatal
en cuanto afecta a la zona de servidumbre. Aun así
limitado el alcance de la pretensión de los recurrentes,
ésta no puede ser aceptada, según ya hemos
dicho. Como complemento necesario de las normas sobre protección
del medio ambiente las normas que enuncian los deberes y
obligaciones cuyo incumplimiento se tipifica como falta,
no pueden ser tachadas de inconstitucionalidad, pues es
incontestable que corresponde al Estado, como competencia
exclusiva, la de dictarlas en los amplios términos
que ya expusimos en el fundamento 4.F).
De otra parte, y como es evidente, las normas que analizamos
no sólo no niegan la competencia de las Comunidades
Autónomas para dictar normas en su desarrollo, facultad
que, como ya declaramos en SSTC 87/1985 y 227/1988 implica
también la de prever sanciones administrativas en
caso de incumplimiento, sino que en rigor el ejercicio de
esta facultad está postulado por la misma Ley de
Costas al limitarse a señalar (art. 99.3) un límite
máximo a la cuantía de las multas a imponer
por los órganos de las Comunidades Autónomas,
sin precisar cuáles han de ser éstos y hasta
qué límite podría utilizar cada uno
de ellos, en su caso, esta facultad sancionadora. Es verdad
que ese límite único hace referencia exclusivamente
a las sanciones por infracción de las normas sobre
vertidos industriales y contaminantes, única materia
en la que la Ley de Costas [art. 110.h)] reconoce una competencia
propia a las Comunidades Autónomas, pero el reproche
que de acuerdo con la doctrina de la presente Sentencia
cabe hacer a ese enunciado limitativo, no es resultado de
los términos en los que está redactado ni
podría subsanarse mediante una declaración
de inconstitucionalidad. En la medida en la que, de acuerdo
con dicha doctrina ha de reconocerse a las Comunidades Autónomas
una mayor amplitud de facultades ejecutivas, derivada de
la competencia que ostentan para la ejecución sobre
protección del medio ambiente, a lo sumo podrá
advertirse en ese enunciado una insuficiencia, una laguna,
que no determina la inconstitucionalidad del precepto.
Conviene advertir, por último, que siendo las Comunidades
Autónomas litorales las competentes para ejecutar
las normas sobre protección del medio ambiente habrán
de ser ellas, en principio, las encargadas de perseguir
y sancionar las faltas cometidas en las zonas de servidumbre
e influencia, aunque puedan serlo también directamente
por la Administración del Estado cuando la conducta
infractora atente contra la integridad del demanio o el
mantenimiento de las servidumbres de tránsito y acceso
que garantizan su libre uso. En general, sea cual sea la
Administración competente, no pueden las restantes
permanecer pasivas, dados los términos generales
del art. 101, que obliga a todas las Administraciones con
competencias confluyentes sobre las costas (estatal, autonómica
y locales) a efectuar las comprobaciones necesarias, y a
tramitar todas las denuncias que reciban, sin perjuicio
de dirigirse (mediante la correspondiente denuncia, en su
caso) a las autoridades que estimen competentes para imponer
las sanciones que procedan.
Ninguna tacha de inconstitucionalidad puede oponerse, en
consecuencia, desde el punto de vista de estos recursos
a los arts. 90 y 91.
b) Artículo 93.
La competencia que ostenta el Estado para regular las infracciones
y sanciones conlleva, ineludiblemente, la potestad para
establecer quiénes han de responder por ellas, tal
y como contempla el art. 93. En nada obsta a dicha afirmación
que la Ley prevea que, cuando las infracciones deriven del
otorgamiento de títulos administrativos contrarios
a lo establecido en ella resulten igualmente responsables
los funcionarios y las autoridades a quienes resulte imputables
dicho otorgamiento, en los términos que detalla el
apartado c) de este art. 93.
La protección más eficaz del dominio público
marítimo-terrestre que, sin duda, busca este precepto
es asunto de la incumbencia del legislador estatal contra
lo que afirma la Generalidad de Cataluña. Y el que
lo dispuesto en la norma ataña a autoridades y a
funcionarios o empleados de cualquier Administración
pública, y no sólo a las englobadas en la
esfera estatal, resulta indiferente. No es preciso acudir
a las competencias que al Estado reserva el núm.
18 del art. 149.1 C.E. como apunta su Abogado a mayor abundamiento,
pues es suficiente con constatar que las normas por cuyo
cumplimiento vela la responsabilidad disciplinaria y administrativa
que establecen, respectivamente, los párrafos 1.º
y 2.º de este art. 93.c) caen dentro de la competencia
del Estado, que no encuentra más límites a
su libertad de configuración que el respeto a los
derechos y principios sustantivos que proclama el texto
constitucional (STC 76/1990, fundamento jurídico
5.º).
c) Artículo 101.
La facultad que el art. 101.2 otorga a los funcionarios
y agentes de la Administración para acceder a los
terrenos de propiedad privada en que hubieren de realizarse
las comprobaciones y actuaciones precisas para hacer guardar
lo dispuesto en la Ley de Costas es en sí misma constitucionalmente
legítima. El reparo formulado por el Gobierno Cántabro,
por estimar que este precepto conculca la inviolabilidad
del domicilio que reconoce el art. 18.2 C.E., se sustenta
en una interpretación desmesurada de lo en él
dispuesto, pues nada hay en su texto que regule el modo
y manera en que debe ser ejercida la facultad que otorga,
cuya actuación deberá atemperarse -como es
obvio- al respeto a los derechos fundamentales, entre los
que se incluye la inviolabilidad del domicilio, en los términos
previstos por el art. 18.2 C.E.
Es cierto, como afirma el Abogado del Estado, que no puede
incluirse sin más la expresión «terrenos
de propiedad privada» dentro del campo semántico
del «domicilio» al que la Constitución
extiende su protección. Pero no lo es menos que tampoco
es aceptable, sin más, la proposición inversa.
Pues no se puede descartar a priori la posibilidad de que
dentro de un terreno de propiedad privada existan uno o
más lugares que merezcan la calificación constitucional
de domicilio; ni que, en determinadas circunstancias, la
inviolabilidad que la Constitución predica de tales
lugares deba extenderse más allá de las paredes
que circunden su espacio nuclear. Todas estas cuestiones
pueden quedar ahora imprejuzgadas, pues ninguna de ellas
resulta determinada por la simple habilitación que
enuncia el art. 101.2 de la Ley de Costas, que evidentemente,
sólo forzando su sentido literal, puede ser interpretada
para llevar a cabo actuaciones que la Constitución
prohíbe.
7. Título VI.
El Título VI, dividido en cinco capítulos,
está integrado por 10 artículos, siete de
entre los cuales han sido impugnados en los términos
recogidos en los antecedentes. Todos los preceptos del Título,
con la única excepción del último de
ellos, el art. 119, no impugnado, se limitan a establecer
determinaciones competenciales, en algunos casos ya precisadas
antes, pero que en otros, al hacerse ahora por vez primera,
establecen el sentido que el legislador atribuye a las fórmulas
equívocas («Administración competente»
o, simplemente, «Administración») utilizadas
al hacer la regulación sustantiva o procedimental.
Esta técnica nos ha obligado, como ya se sabe, a
anticipar el estudio de algunos de estos preceptos anticipando
también con ello el sentido de nuestra decisión,
cuyo alcance preciso debe ser establecido ahora.
Esta misma implicación recíproca entre muchos
de los enunciados de este Título y los de aquellos
que le preceden impide dar una respuesta genérica
a la argumentación que, con carácter general,
contra todo el Título, aunque sobre todo contra sus
tres primeros artículos, hace la Generalidad de Cataluña,
invocando la doctrina recogida en diversas Sentencias (SSTC
76/1983, 29/1986 y 49/1988) sobre la ilicitud del procedimiento
consistente en hacer definiciones generales y abstractas
de los conceptos utilizados en el bloque de la constitucionalidad
para la delimitación de competencias, pues sólo
la interpretación sistemática de cada uno
de estos enunciados en el contexto de la Ley permite hacer
un juicio acerca del tema.
A) Capítulo primero (artículos 110 a 113).
Los tres primeros artículos de este Título
(el último de ellos no ha suscitado objeción
alguna) son los que atraen sobre sí la mayor parte
de las impugnaciones, que ahora pasamos a analizar.
a) Artículo 110.
En este artículo, dividido en trece párrafos
señalados con letras de la a) a la m), se precisan
cuáles son las funciones que «en los términos
establecidos en la presente Ley» corresponden a la
Administración del Estado, aunque no se incluyen
los de informar planes o proyectos de otras Administraciones,
contemplados en los arts. 112 y 117. La diversidad de CONTENIDO
de los distintos párrafos, alguno de los cuales no
ha sido impugnado, obliga a analizarlos separadamente a
partir del señalado con la letra b), ya que el a)
no ha sido objeto de ataque alguno.
b) Las razones por las que no cabe estimar las impugnaciones
dirigidas contra las determinaciones iniciales de este párrafo,
concernientes a la gestión del dominio público
marítimo-terrestre, incluyendo el otorgamiento de
adscripciones, concesiones y autorizaciones para su ocupación
y aprovechamiento y la declaración de zonas de reserva,
han sido ya expuestas antes en los apartados A, B, C y D
del fundamento 4, en el primero de los cuales hacíamos
una salvedad expresa respecto de todo lo concerniente a
autorizaciones en zonas de servidumbre, las concesiones
de obras fijas en el mar y las instalaciones marítimas
menores que no formen parte de un puerto o estén
adscritas al mismo.
Sentado, pues, que es constitucionalmente posible, y por
tanto legítimo, atribuir a la Administración
del Estado las facultades respecto de reservas, autorizaciones
y concesiones relativas al demanio, con el alcance que se
precisa en los lugares del fundamento 4 que acabamos de
citar, sólo nos resta pronunciarnos sobre estas últimas
determinaciones.
La posibilidad constitucional de reservar a la Administración
del Estado el otorgamiento de las autorizaciones necesarias
para «las actuaciones en las zonas de servidumbre
que requieran de tal requisito», ha sido también
ya objeto de consideración y por lo tanto también
respecto de ella hemos anticipado el sentido de nuestra
decisión, que es distinta según la distinta
naturaleza de las servidumbres que la Ley establece. La
llamada servidumbre de protección, cuyo establecimiento
hemos considerado legítimo como instrumento de protección
del medio ambiente costero, ha de ser considerada en consecuencia
como una institución inscrita, en lo que toca a la
delimitación competencial entre el Estado y las Comunidades
Autónomas, dentro de este ámbito material
en el que corresponde a las Comunidades Autónomas
además de desarrollar, en su caso, la legislación
del Estado o complementaria mediante medidas adicionales,
la ejecución. El otorgamiento de autorizaciones en
la zona de protección, en cuanto requeridas por la
normativa que disciplina esta servidumbre, corresponde en
consecuencia, como actividad ejecutiva, a las Comunidades
Autónomas, según dijimos ya, al pronunciarnos
sobre el art. 26, en el fundamento 3, D, d). Otra es la
naturaleza de las servidumbres de tránsito y de acceso
al mar reguladas, respectivamente, en los arts. 27 y 28
de la Ley, pues aunque dichas servidumbres recaen también,
como la de protección, sobre los terrenos colindantes
con el demanio, están conectadas directamente con
la competencia estatal sobre vigilancia litoral y con el
deber que la titularidad demanial impone al Estado, de asegurar
la libre utilización del dominio público marítimo-terrestre
como ya hemos dicho en los apartados E y F del fundamento
3.º Apenas parece necesario agregar a lo allí
dicho, que el criterio para otorgar o denegar las autorizaciones
solicitadas no podrá ser otro que el de garantizar
la consecución de los objetivos que justifican estas
servidumbres, sin incidir en el ejercicio que las Administraciones
competentes han hecho de sus competencias propias sobre
ordenación del territorio, urbanismo, etc.
Resta considerar, por último, la licitud de la previsión
concerniente a las concesiones de obras fijas en el mar
y de instalaciones marítimas menores que no forman
parte de un puerto o estén adscritas al mismo respecto
de la cual resulta poco dudosa la existencia de competencia
estatal. Es obvio que la competencia autonómica sobre
ordenación del territorio no se extiende al mar y
que, excluidas la competencia sobre puertos no afectada
por esta previsión, las restantes competencias sectoriales
asumidas por las Comunidades Autónomas (pesca, agricultura,
etc.), no dispensa a quienes realizan estas actividades
de la necesidad de obtener la correspondiente concesión
demanial cuando la realización de las mismas implica
la ocupación del dominio público marítimo-terrestre
y a fortiori, la del mar territorial.
c) Este precepto reserva a la Administración del
Estado la tutela y policía del dominio público
o de sus servidumbres, de una parte, y la vigilancia del
cumplimiento de las condiciones con las que han sido otorgadas
las correspondientes autorizaciones y consecuencias, de
la otra.
En lo que a tutela y policía del demanio respecta,
no se opone realmente por parte de los recurrentes otra
objeción que la general, basada en la afirmación
de sus propias competencias de gestión respecto del
mismo, basadas en las que tienen para la ordenación
del territorio propio. Rechazada ésta, como HECHOS
hecho en el fundamento 4.A, decae también esta impugnación
genérica. A lo ya dicho sólo cabe añadir
que como las facultades de policía que a la Administración
estatal se atribuyen aquí son sólo las que
le corresponden en razón de la titularidad demanial,
la policía de las actividades que en el demanio hayan
de llevarse a cabo, en cuanto no afecten a la integridad
del mismo, ha de mantenerse, como es obvio, en manos de
la Administración autonómica cuando sea ésta
la que ostenta la competencia ratione materiae.
En lo que toca a la tutela y policía de las servidumbres
demaniales, tampoco cabe negar por las mismas razones expuestas
la competencia de la Administración estatal, aunque,
como también es evidente, esta competencia ni autoriza
a esta Administración para llevar a cabo actuaciones
que no estén orientadas por la necesidad de asegurar
la protección del dominio público y garantizar
su libre utilización, ni excluye en modo alguno la
competencia propia de las Comunidades Autónomas para
llevar a cabo la tutela y la policía de las actividades
que se lleven a cabo en la zona de protección. La
eventual duplicidad de actuaciones ha de ser resuelta de
acuerdo con los criterios expuestos en el art. 116, que
no ha sido objeto de impugnación.
Por último y en lo que respecta a la vigencia del
cumplimiento de las condiciones en las que se otorgaran
concesiones y autorizaciones, en cuanto referida esta determinación
a las concesiones y autorizaciones otorgadas por la Administración
estatal, ningún reproche puede hacerse, desde el
punto de vista constitucional, al precepto que estudiamos.
d) Este apartado es impugnado sólo por la Generalidad
de Cataluña, aduciendo las mismas razones que fundamentaban
su ataque al art. 29. Baste remitirnos aquí, en consecuencia,
a lo ya dicho en el fundamento 3.G para desestimar esta
impugnación.
e) La única impugnación dirigida contra este
apartado puede ser rechazada mediante una simple remisión
a la doctrina ya expuesta en STC 76/1984, pues el precepto
se refiere a labores puramente técnicas y, en consecuencia,
como allí ya sostuvimos, no pueden lesionar competencias
ajenas.
f) La impugnación de este precepto, simple proyección
de lo ya previsto en los arts. 22 y 34, está ya de
hecho resuelta por nuestro previo pronunciamiento respecto
de estos artículos en los fundamentos 3.C y 4.B,
d). El apartado es en consecuencia válido, una vez
eliminada la referencia que en él se hace al art.
34.
g) La impugnación de este apartado, que reproduce
en buena medida el tenor literal del art. 149.1.24 C.E.
se dirige precisamente contra el único punto en el
que la redacción constitucional y la legal difieren,
esto es, contra la referencia a las «actuaciones»,
además de las «obras».
La decisión acerca de esta impugnación resulta
problemática. No ciertamente por la fuerza del argumento
con el que se la apoya, que es reversible, pues aunque es
cierto que el art. 149.1.24 C.E. no hace referencia sino
a obras públicas y no a «actuaciones»,
tampoco figura esta referencia en el art. 99.13.º del
Estatuto de la Generalidad de Cataluña, que es la
Comunidad impugnante, de manera que en lo que a esta Comunidad
concierne, la competencia sobre «actuaciones»
habría de ser entendida como competencia residual
del Estado en aplicación de lo dispuesto en el art.
149.3 C.E. La problematicidad viene de la imprecisión
de la expresión utilizada, pues no es fácil
determinar en qué puedan consistir tales «actuaciones»,
como cosa distinta de las obras, ni el precepto indica cuál
es el ámbito en el que éstas podrían
llevarse a cabo, ni, a diferencia de lo que con las obras
sucede, ofrece la Ley ninguna información acerca
de cuáles son las actuaciones de las que se predica
este interés general.
Parece evidente que cuando tales actuaciones hayan de desarrollarse
en el espacio demanial y tengan como finalidad proteger
su integridad, preservar sus características propias
o asegurar su libre utilización, la capacidad para
llevarlas a cabo va ínsita en la titularidad demanial,
pero igualmente claro es que esas «actuaciones»
no serán constitucionalmente legítimas cuando
se desarrollen fuera de ese espacio o aun dentro de él
en sectores adscritos a una Comunidad Autónoma, o
que aun sin mediar adscripción demanial, impliquen
la adopción de medidas que corresponden a la competencia
autonómica. No cabe, en consecuencia, otro pronunciamiento
que el de declarar que el precepto no es contrario a la
Constitución siempre que se lo interprete en estos
términos.
h) La competencia para autorizar vertidos, salvo los industriales
y contaminantes, desde tierra al mar, que este apartado
atribuye a la Administración estatal es competencia
propia de las Comunidades Autónomas según
hemos razonado ya en el fundamento 4.F y en cuanto a tales
vertidos el precepto ha de considerarse inconstitucional,
tanto más cuanto que el supuesto, que eventualmente
pudiera darse, de que el tránsito de los efluentes
a través del demanio no requiriese concesión,
sino simple autorización, de acuerdo con el art.
51, está ya cubierto por la previsión contenida
en el apartado b) de este art. 110.
El precepto tiene, sin embargo, otro ámbito de aplicación,
pues pese a lo dispuesto en el art. 56.2, la Disposición
adicional octava prevé su aplicabilidad (junto con
la de las restantes disposiciones del Título V) a
los vertidos que se realicen al mes desde buques y aeronaves,
en defecto de legislación específica y también
en cuanto a este carácter de norma supletoria lo
impugna el Gobierno Vasco que considera que es esta Comunidad
Autónoma la competente para autorizar los vertidos
de mar a mar en las aguas litorales adyacentes a su territorio.
Esta reivindicación, que el Gobierno Vasco apoya
en el tenor literal del art. 12.10.º del Estatuto de
Autonomía no puede ser estimada. El mencionado precepto
se refiere al mar territorial como lugar de recepción
de los vertidos, no como origen de éstos y el art.
20.6.º del mismo Estatuto precisa que «salvo
disposición expresa en contrario, las competencias
mencionadas en los artículos anteriores ... se entienden
referidas al ámbito territorial del País Vasco»,
que no incluye el mar adyacente.
El precepto ha de ser considerado por tanto, inconstitucional,
en cuanto referido a los vertidos de tierra a mar.
i) En cuanto referido a los vertidos no industriales y
contaminantes, este apartado es impugnado por aquellas Comunidades
que sostienen que su competencia sobre los vertidos inocuos
es plena, correspondiéndoles en consecuencia también
la legislación sobre ellos. Una vez que, como hemos
visto, esa competencia (como, por lo demás, la que
ostentan sobre los vertidos industriales y contaminantes)
ha de ser encuadrada en la materia de medio ambiente, en
la que la competencia normativa autonómica es la
de desarrollo de legislación estatal, además
de la necesaria para dictar normas adicionales, la objeción
frente a la atribución de competencia normativa a
la Administración estatal ha de ser rechazada.
El Gobierno Vasco impugna también la atribución
a la Administración del Estado de las facultades
necesarias para la elaboración y aprobación
de normas sobre seguridad humana en lugares de baño,
que considera propia como inscribible dentro del ámbito
de la protección civil.
Es evidente, en efecto, que estas normas afectan directamente
al uso común del dominio público, cuya regulación
es competencia estatal, pero que, al mismo tiempo pueden
encuadrarse, de acuerdo con su contenido, en el título
que el Gobierno Vasco invoca. Ha de entenderse por lo tanto
que se trata de competencias concurrentes y que las normas
estatales han de ser entendidas como el mínimo indispensable,
que la Comunidad Autónoma puede ampliar para mayor
garantía de los usuarios. Entendido en estos términos
el precepto no es contrario a la Constitución.
j) Aunque la Generalidad de Cataluña hace algunas
observaciones críticas de la imprecisión con
la que este apartado se refiere a las competencias propias
del Estado, su impugnación como la del resto de los
recurrentes que contra él se dirigen, combate sobre
todo la atribución a la Administración estatal
de facultades para llevar a cabo, en su caso, «la
coordinación e inspección de su cumplimiento
por parte de las Comunidades Autónomas, pudiendo
adoptar, si procede, las medidas adecuadas para su observancia».
En este punto, la reivindicación competencial, apoyada
en las cláusulas estatutarias en las que se atribuye
a la respectiva Comunidad Autónoma la competencia
para ejecutar los Tratados Internacionales en las materias
que constituyen su propio ámbito competencial aparece
sólidamente fundada. Es cierto que, dada la imprecisa
redacción del precepto, éste podría
entenderse referido sólo a las materias de competencia
estatal, pero aun así, la ejecución autonómica
sólo podría fundarse en una delegación
expresa del Estado y había de ser la Ley de delegación
(o transferencia) la que estableciese (art. 150.2 C.E.)
las formas de control que el Estado se reserve. También
es verdad que, en razón de la responsabilidad internacional
única del Estado, éste no puede desentenderse
de cuál es la forma en la que las Comunidades Autónomas
llevan a cabo las obligaciones derivadas de los Tratados,
pero la información necesaria ha de recabarse de
las Comunidades Autónomas y las medidas que para
corregir eventuales deficiencias haya de adoptar son las
previstas en la Constitución. El apartado es, por
tanto, constitucional en su primer inciso e inconstitucional
y nulo en todos los demás.
b) Artículo 111.
El apartado primero de este artículo califica de
interés general las obras que describe a continuación
en cinco párrafos separados, de los que sólo
los cuatro primeros [a), b), c) y d)] han sido impugnados,
por entender los recurrentes que el Estado carece de competencias
materiales para acometer tales obras, que habrían
de ser, por el contrario tarea propia de la respectiva Comunidad
Autónoma, competente en todos los casos para la ordenación
del territorio y del litoral. La competencia que sobre estas
obras se recaba para la Administración del Estado
específica por así decir, la que, en términos
más genéricos se enuncia en el apartado g)
del artículo anterior y es independiente de la que
en el apartado b) del mismo artículo se le reconoce
para el otorgamiento de adscripciones, concesiones y autorizaciones
para la ocupación y aprovechamiento del demanio,
de tal modo que, en caso de que las obras en cuestión
sean de competencia de otra Administración distinta,
ésta habrá de obtener, para realizarlas, la
correspondiente concesión demanial. Esta es la situación
que de acuerdo con la letra del precepto [apartado 1.d)]
se produciría en las obras a realizar en el mar territorial
sobre instalaciones destinadas a la acuicultura. Es claro,
en consecuencia, que la disputa sobre la legitimidad constitucional
de este precepto ha de resolverse teniendo en cuenta no
el espacio físico en donde las obras han de realizarse,
sino la finalidad que constituye su razón de ser.
De acuerdo con este criterio es fácil alcanzar la
solución en lo que toca a las competencias enumeradas
en los tres párrafos iniciales [letras a), b) y c)].
La impugnación, que se apoya en una interpretación
muy restrictiva y no constitucionalmente necesaria de las
facultades inherentes a la titularidad demanial, ha de ser
rechazada por razones que ya expusimos en el fundamento
4.A al que ahora, en aras de la brevedad, nos remitimos,
pues la conexión entre la definición de las
obras calificadas de interés general y el ámbito
propio de esas facultades inherentes es en todos los casos
evidente.
Más complejo es el problema que plantea la impugnación
dirigida contra el párrafo d), pues, a diferencia
de lo que sucede en los casos anteriores la competencia
sobre las obras no se atribuye a la Administración
del Estado en atención a la finalidad de éstas,
sino sólo en razón del espacio en el que se
realizan. Este cambio de la perspectiva, que es el que explica
que se salve aquí la competencia autonómica
sobre acuicultura, obliga también a considerar insuficiente
esta salvedad pues no es la acuicultura la única
materia de competencia autonómica que puede dar lugar
a la realización de obras en el mar territorial.
Así sucede también, como hemos visto, en lo
que toca a los vertidos y puede eventualmente suceder en
otros supuestos, cuya exclusión a priori por la norma
que ahora analizamos obliga a considerarla, precisamente
en cuanto los excluye y sólo por ello, contraria
al orden constitucional de competencias. Su acomodación
al mismo no requiere por ello otra operación que
la de anular la referencia específica a la acuicultura,
de manera que se salve en general la competencia de las
Comunidades Autónomas siempre que ésta exista.
Los apartados 2.º y 3.º de este mismo artículo
son impugnables (en este caso sólo por el Gobierno
Vasco) por implicar una injerencia en la competencia autonómica
sobre ordenación del territorio. Esta posible injerencia
sólo se daría, sin embargo, en lo que al apartado
segundo se refiere, si el precepto dispensase al Estado
del cumplimiento de las normas de ordenación territorial,
pero no es éste el caso. El precepto, que reserva
a los Tribunales la decisión última, se limita
a excluir la posibilidad de suspensión administrativa
(no judicial) de las obras emprendidas por el Estado y encuentra
por ello apoyo suficiente en la competencia que, en exclusiva
reserva a éste el art. 149.1.18, del mismo modo que
encuentra sólido fundamento en el art. 133.1 y 2
del Texto constitucional, la exención fiscal que
el apartado 3.º consagra.
c) Artículo 112.
El art. 112 que atribuye a la Administración estatal
la facultad de emitir un informe preceptivo y vinculante
sobre los planes y proyectos de las Comunidades Autónomas,
ha sido impugnado por la obvia razón de que tal informe
mediatiza el ejercicio por éstas de sus competencias
propias sobre la ordenación del territorio, vertidos,
puertos y vías de transporte y acuicultura.
Que la mediatización se produce es, desde luego,
cosa innegable. También lo es, no obstante, que la
emisión del informe se prevé para planes y
proyectos cuya puesta en práctica requiere decisiones
de la Administración del Estado [adscripciones, concesiones
y autorizaciones en el caso de los apartados b), c) y d),
aunque no necesariamente en el caso a)] que ésta
no puede ser forzada a adoptar cuando entiende contrarias
a las disposiciones legales relativas a la protección,
preservación y uso público del demanio. La
existencia de un informe previo, y preceptivo, en tales
casos, es así un medio razonable para asegurar que
la realización de los planes y proyectos no encuentre
al final un obstáculo insalvable. Cosa distinta es,
naturalmente, el carácter vinculante que a tales
informes preceptivos se otorga y que, como más tarde
veremos, se encuentra considerablemente atenuado, en lo
que respecta a los planes y normas de ordenación
territorial o urbana, por lo dispuesto en el art. 117 de
la propia Ley, pues la fuerza que así adquieren esos
informes convierte de hecho la aprobación final del
plan o proyecto en un acto complejo en el que han de concurrir
dos voluntades distintas y esa concurrencia necesaria sólo
es constitucionalmente admisible cuando ambas voluntades
resuelven sobre asuntos de su propia competencia. La admisibilidad
de esta exigencia legal de informe vinculante ha de ser
considerada por eso en relación con cada uno de los
supuestos, de acuerdo con esta doctrina, que ya dejamos
sentada en STC 103/1989 (fundamento jurídico 8.º).
En el contemplado en el párrafo a), la competencia
ejercida, mediata o inmediatamente, por las Comunidades
Autónomas que han de aprobar los planes o normas
de ordenación territorial es la que, con carácter
exclusivo, le conceden los respectivos Estatutos sobre la
materia, en tanto que la competencia estatal (más
precisamente facultad inherente en la titularidad estatal)
es la que tiene por objeto la protección física
del demanio y la garantía de su utilización
y no es sólo a estas tareas a las que el precepto
se refiere al mencionar todas las disposiciones de la Ley
y de las normas dictadas para su desarrollo y aplicación.
Prescindiendo de que, en cuanto en esta última referencia
se entiendan incluidas las normas dictadas al amparo del
art. 34, debe tenerse por nula, es obvio que entre las disposiciones
de la Ley se encuentran, por ejemplo, las que prohíben
determinadas actuaciones en la zona de protección
o las limitan en la zona de influencia, que hemos considerado
legítimas como normas de protección del medio
ambiente costero, cuya ejecución corresponde, por
esta razón, a las Comunidades Autónomas. Cuando
entienda que los planes o normas de ordenación territorial
infringen tales normas, la Administración estatal
podrá sin duda objetarlas, pero su objeción
no resulta vinculante, pues no es a la Administración
estatal, sino a los Tribunales de Justicia a quien corresponde
el control de legalidad de las Administraciones autónomas
y a éstos deberá recurrir aquélla para
asegurar el respeto de la Ley cuando no es la competente
para ejecutarla. Cuando, por el contrario, el informe de
la Administración estatal proponga objeciones basadas
en el ejercicio de facultades propias, incluida la de otorgar
títulos para la ocupación o utilización
del demanio o preservar las servidumbres de tránsito
o acceso, para referirnos sólo a las derivadas de
la titularidad demanial, a las que como es lógico,
cabe añadir las que derivan de otras competencias
sectoriales (defensa, iluminación de costas, puertos
de interés general, etc.), su voluntad vinculará
sin duda a la Administración autonómica, que
habrá de modificar en concordancia los planes o normas
de ordenación territorial o urbanística.
Esta doctrina ha de aplicarse a los restantes párrafos
de este artículo, sin necesidad de entrar en detalle
en cada uno de los supuestos imaginables. Sí conviene
advertir sin embargo, que lo dispuesto en el párrafo
b) ha de entenderse aplicable a todo género de vertidos
en razón de lo ya dicho respecto de los arts. 56
y ss. (fundamento jurídico 4.F) y del apartado h)
del art. 110 y que el alcance posible del informe previsto
en el párrafo c) debe establecerse teniendo en cuenta
la doctrina que, en relación con el art. 49, se recoge
en el fundamento 4.D,b),a'). En lo que toca al apartado
d), es claro, por último, que la especificación
de esta doctrina en relación con los cultivos marinos,
se encuentra sobre todo en STC 103/1989 cuyas directrices
básicas hemos extendido ahora a los restantes supuestos.
B) Capítulo Segundo.
El art. 114, el único de este Capítulo, que
se limita a afirmar que las Comunidades Autónomas
ejercerán las competencias que constitucionalmente
tengan, ha sido impugnado, aunque en términos más
bien dubitativos, por las Comunidades Autónomas de
Cataluña y Galicia.
Ciertamente, dado el carácter tautológico
de su enunciado, no se puede hacer al precepto reproche
alguno de inconstitucionalidad en cuanto a su contenido.
No menos cierto es, sin embargo, que los preceptos de esta
naturaleza no tiene razón de ser en las leyes en
cuanto pudieran llevar a la idea falsa de que pueden éstas
alterar el orden competencial dispuesto por la Constitución
y los Estatutos de Autonomía. Su escaso rigor técnico
no es, sin embargo, jurídicamente suficiente para
su invalidación.
C) Capítulo Tercero.
El art. 115, el único también de este Capítulo
es impugnado en su totalidad, aunque la argumentación
que se ofrece para combatir su legitimidad se centra especialmente
en su contenido de los párrafos c) y d).
Dado su contenido de los dos primeros párrafos,
que se limitan a prever la posibilidad de que la legislación
autonómica ofrezca a los correspondientes Municipios
la posibilidad de informar en los expedientes de deslinde
o en los que se inicien para atender solicitudes de reserva,
adscripción, concesión o autorización,
cuya RESOLUCIÓN corresponde en todo caso a la Administración
estatal, no se advierte cuál pueda ser la lesión
que los mismos implican para las competencias de las respectivas
Comunidades Autónomas.
Tampoco cabe estimar la impugnación dirigida contra
los dos restantes apartados, cuyo CONTENIDO no desborda
del ámbito competencial que les reservan los arts.
25 y 28 de la Ley de Bases de Régimen Local (Ley
7/1985) sobre cuya adecuación constitucional ya nos
pronunciamos en STC 214/1989 (fundamento jurídico
12). El primero de ellos (c), es por lo demás, simple
proyección de la previsión contenida en el
art. 53 que ya antes [fundamento jurídico 4, E.b)]
hemos considerado compatible con el bloque de la constitucionalidad.
Como allí dijimos y como aquí precisa el enunciado
liminar de este artículo, la explotación de
los servicios de temporada en las playas que los Ayuntamientos
puedan eventualmente asumir directa o indirectamente, habrá
de acomodarse en todo caso a lo dispuesto en la legislación
autonómica, incluida, naturalmente, la de régimen
local. Por último, y en lo que toca al párrafo
d) hay que reiterar que la previsión de esta competencia
municipal que ya figuraba en la Ley de Costas de 1969 (art.
17) y en disposiciones anteriores, no colide en modo alguno
con la competencia autonómica en materia de protección
civil, como ya hemos indicado al analizar la impugnación
dirigida contra el párrafo i) del art. 110, y menos
aún con la competencia de salvamento marítimo
cuyo ámbito propio está actualmente delimitado
por la Ley 60/1962. Entendido en estos términos,
el precepto no es contrario a la Constitución.
D) Capítulo Cuarto.
a) Ni el tenor literal del art. 117, el primero de los
impugnados en este Capítulo consagrado a las relaciones
interadministrativas, permite distinguir fácilmente
el supuesto que en él se contempla del descrito en
el párrafo a) del art. 112, ni el desarrollo reglamentario
de uno y otro precepto en los arts. 206 y 220 del Reglamento,
ayuda a despejar las dudas que la lectura de la Ley suscita.
Es cierto que el art. 112.a) se refiere sólo a planes
y normas de ordenación territorial y urbanística,
en tanto que este art. 117 que ahora analizamos menciona
en términos aparentemente más comprensivos,
todos los instrumentos de ordenación territorial
y urbanística, pero como evidencia la lectura de
los citados preceptos reglamentarios, ambas fórmulas
incluyen los Proyectos de Delimitación de Suelo Urbano
y los Estudios de Detalle, que son quizás los únicos
instrumentos de ordenación que podrían justificar
las diferencias de dicción.
Esta coincidencia, cuando menos parcial, de los supuestos
contemplados en ambos artículos es la que nos llevaba
a afirmar, al estudiar el art. 112.a) que la fuerza vinculante
del informe que en él se preveía resulta debilitada
por lo que en este art. 117 se dispone. En él, en
efecto, y en contra de lo que las Comunidades Autónomas
recurrentes parecen suponer, no se subordina la aprobación
de los correspondientes instrumentos de ordenación
(o de su revisión o modificación) siempre
y en todo caso a la concurrencia de ambas voluntades, sino
sólo en aquellos supuestos en los que el informe
desfavorable de la Administración estatal verse sobre
materias de su competencia, es decir, sobre un ámbito
limitado en la forma que ya hemos expuesto, al analizar
el art. 112 a). Sólo en esos casos será indispensable
abrir el período de consultas para llegar al acuerdo.
Cuando así no sea, es decir, cuando el informe negativo
verse sobre materias que a juicio de la Comunidad Autónoma
excedan de la competencia estatal, la búsqueda del
acuerdo no es jurídicamente indispensable y, en consecuencia,
podrá la Administración competente para la
ordenación territorial y urbanística adoptar
la decisión que proceda, sin perjuicio, claro está,
de la posibilidad que a la Administración estatal,
se ofrece siempre, de atacar esa decisión por razones
de constitucionalidad o de legalidad.
Esta interpretación es la que naturalmente resulta
del tenor literal del precepto, y por tanto éste
no puede ser considerado contrario al bloque de la constitucionalidad.
b) El art. 118 se remite al art. 59 de la Ley de Bases
de Régimen Local («en los términos del
art. 59», dice).
La remisión produce cierta perplejidad, porque si
bien es verdad que el mencionado precepto abre la posibilidad
de que las leyes sectoriales, tanto del Estado como de las
Comunidades Autónomas, atribuyan al Gobierno de la
Nación, o al respectivo Consejo de Gobierno, la facultad
de coordinar la actividad de la Administración local
y en especial de las Diputaciones Provinciales en el ejercicio
de sus competencias, no es menos cierto que en el apartado
segundo se establece que «en todo caso la Ley deberá
precisar, con suficiente detalle, las condiciones y los
límites de la coordinación, así como
las modalidades de control que se reserven las Cortes Generales
o la correspondiente Asamblea Legislativa» y que esta
exigencia queda absolutamente incumplida en el artículo
que ahora estudiamos.
Esas condiciones y esos límites legalmente previstos
en cada caso son naturalmente indispensables para preservar
la autonomía local, que resulta ignorada mediante
una habilitación general como la que en este precepto
se contiene. A ello ha de añadirse aun que, como
ya dijimos en STC 214/1989 (fundamento jurídico 21),
el art. 59 de la Ley de Bases de Régimen Local no
resulta contrario al bloque de la constitucionalidad, precisamente
porque la posibilidad que en él se abre de que la
Ley estatal o autonómica atribuyan al Gobierno del
Estado o al de la Comunidad Autónoma unas facultades
de coordinación limitadas y sometidas al control
de las Cortes o del Parlamento respectivo, está referida
a los sectores materiales de competencia estatal o autonómica,
en tanto que el precepto que ahora comentamos no establece
distinción alguna, abriendo así el camino
para que la Administración estatal asuma la tarea
de coordinar la actuación de las Corporaciones Locales
en materias que, como la de ordenación territorial,
son de competencia de las Comunidades Autónomas.
Todo ello lleva inexcusablemente a la declaración
de inconstitucionalidad del precepto.
8. Disposiciones transitorias.
A) Preliminar.
La heterogeneidad de CONTENIDO de las Disposiciones transitorias
hace que la impugnación dirigida contra seis de ellas
(la sexta no ha sido atacada por ninguno de los recurrentes),
se apoye en razones muy diversas que es imposible reducir
a unidad. No obstante, el argumento central, desarrollado
unas veces directamente en relación con las Disposiciones
transitorias (así en los recursos suscritos por los
señores Diputados y por el Gobierno Cántabro),
y en otros al impugnar artículos de la Ley para cuyo
análisis consideramos innecesario entrar en el problema
planteado por los derechos adquiridos (así en los
recursos del Gobierno Vasco, especialmente en relación
con los arts. 3, 4 y 5 de la Ley y del Gobierno Balear,
en relación con el art. 13), en el de que se viola
el art. 33.3 de la Constitución según el cual,
como se sabe «nadie podrá ser privado de sus
bienes y derechos sino por causa justificada de utilidad
pública o interés social, mediante la correspondiente
indemnización y de conformidad con lo dispuesto en
las Leyes». Parece, en consecuencia, aconsejable,
que también aquí, como antes hicimos en los
fundamentos primero y cuarto, establezcamos, antes de acometer
el análisis de cada una de las Disposiciones o más
precisamente, de cada uno de los apartados en los que están
divididas, algunos criterios generales que ahorren después
reiteraciones innecesarias.
Al iniciar esta tarea, conviene comenzar por advertir que
el derecho que ese precepto constitucional consagra no puede
ser disociado del que se enuncia en el apartado precedente
del mismo art. 33 C.E., pues aunque la advertencia parezca
obvia, no es infrecuente el olvido de algunas de las consecuencias
que necesariamente se siguen de la estrecha conexión
de ambos preceptos.
Tal olvido parece perceptible, en efecto, en algunas de
las argumentaciones empleadas por los recurrentes para negar
la legitimidad constitucional de aquellas Disposiciones
transitorias que no prevén indemnización alguna
en favor de los propietarios de terrenos colindantes con
el dominio público, en la zona de protección
o en la de influencia, que ahora, en virtud de las limitaciones
que la Ley establece, se verán impedidos de hacer
lo que antes de ella podían. Esos argumentos no imputan
ciertamente a la Ley de infracción del art. 33.1
C.E. por no respetar aquélla su contenido esencial
de la propiedad, sino la del párrafo 3.º de
este mismo artículo por no indemnizar la privación
de derechos que de la misma se sigue y por eso no pueden
ser respondidos con la simple remisión a lo ya dicho
en otras ocasiones (así STC 111/1983, 37/1987 y otras).
Su razonamiento parece implicar, sin embargo, que sea cual
sea su contenido esencial y por eso constitucionalmente
intangible de la propiedad, el régimen jurídico
de un determinado género de bienes no puede ser alterado
en ningún caso sin indemnizar a sus propietarios
por la privación de los derechos (o simples facultades),
que de acuerdo con la regulación antes existente
tenían y esta idea no responde a una interpretación
adecuada de nuestra Constitución. La función
social de la propiedad con arreglo a la cual las leyes han
de delimitar su contenido propio de ésta, opera,
en efecto, no sólo en abstracto, por así decir,
para establecer su contenido de la institución constitucionalmente
garantizada, sino también en concreto, en relación
con las distintas clases de bienes sobre los que el dominio
recae. El legislador puede establecer en consecuencia regulaciones
distintas de la propiedad en razón de la naturaleza
propia de los bienes y en atención a características
generales de éstos, como es, en el caso que ahora
nos ocupa, la de su contigüidad o proximidad respecto
del dominio público marítimo-terrestre. No
es tarea propia de este Tribunal la de mediar en la disputa
dogmática acerca de si estas normas que disciplinan
la propiedad sobre determinados géneros de bienes
delimitan su contenido propio de diversas formas de propiedad
o, siendo ésta una institución única,
son más bien limitaciones que al propietario se imponen
en razón de la naturaleza de los bienes. Lo que sí
conviene subrayar es que las limitaciones introducidas con
carácter general en el Capítulo Segundo de
la Ley, como los meros cambios legislativos, aun cuando
impliquen una restricción de los derechos (o simples
facultades), que antes de él se tenían, no
implica necesariamente privación de derechos que
permita, en consecuencia, exigir la indemnización
que el art. 33.3 C.E. garantiza.
En segundo término, parece también indispensable
hacer alguna consideración sobre el significado de
la determinación constitucional (art. 132.2), según
la cual forman parte del dominio público estatal
«en todo caso la zona marítimo-terrestre, las
playas, el mar territorial y los recursos naturales de la
zona económica y de la plataforma continental».
La rotundidad de este enunciado, que utiliza sólo
conceptos referidos a la realidad física y no categorías
jurídicas, hace imposible otra determinación
que no sea la de entender que desde el momento mismo de
la promulgación del texto constitucional, todos los
espacios enumerados en el art. 132.2 se integran en el dominio
público del Estado, aunque se encomiende al legislador
el establecimiento de su régimen jurídico
y, por supuesto, a actuaciones ulteriores de la Administración
la delimitación de sus confines.
Dejando de lado esto último para reducirnos sólo
a la tarea constitucionalmente encomendada al legislador,
es evidente que éste, al ejecutar el mandato CONTENIDO
en el apartado primero del art. 132 no sólo habrá
de establecer el régimen de dominio público
inspirándose en los principios de inalienabilidad,
imprescriptibilidad e inembargabilidad, sino también
ofrecer soluciones concordes con tales principios (y con
los derechos que simultáneamente la Constitución
consagra, entre los que ahora merece especial atención
el de propiedad), para los problemas que plantea la eventual
existencia de titularidades dominicales sobre zonas que
por mandato constitucional quedan integradas en el dominio
público estatal.
No hemos de entrar, porque no es cuestión que se
nos haya planteado, a discutir la compatibilidad entre el
rotundo mandato constitucional y el mantenimiento de terrenos
de propiedad privada (enclaves), en el espacio demanial,
aunque sí conviene advertir que no cabe invocar,
en apoyo de esta solución el principio que repetidamente
hemos afirmado y que continuamos manteniendo de la primacía
de los derechos constitucionalmente garantizados, del que
se sigue que cualquier limitación de éstos,
aunque no afecte a su contenido esencial, sólo es
constitucionalmente legítima cuando la consecución
de la finalidad perseguida por la norma no puede ser alcanzada
sin imponerla. Ese principio, en efecto, como es evidente,
sólo es aplicable a aquellas normas que afectan directamente
al CONTENIDO del derecho, no a aquellas otras que teniendo
objeto distinto producen inconvenientes o desventajas a
algunos titulares de derechos por las circunstancias concretas
que en ellos se dan. Sustraer del comercio privado los terrenos
que forman parte de la ribera del mar no es una regulación
del derecho de propiedad y en consecuencia no puede decirse
que las normas que disponen tal sustracción restrinjan
o limiten, más allá de lo necesario, ese derecho.
Cosa bien distinta es que la eliminación de los derechos
de propiedad existentes sobre terrenos que la Constitución
incorporó al demanio pueda ser considerada como privación
de tales bienes y haya de dar lugar, por consiguiente, a
una indemnización, pues ésta es cuestión
que atañe al respeto de la garantía expropiatoria,
que la propia Constitución reconoce.
Como es evidente, esta última cuestión, que
constituye el núcleo de la argumentación dirigida
contra las Disposiciones transitorias, no puede ser analizada
en abstracto, sin tener en cuenta cuáles son los
derechos de los que se privó a sus titulares, cuál
es la forma de esta privación y cuál es, en
su caso, la indemnización que la Ley les otorga.
Sí cabe precisar, sin embargo, con carácter
general, dos extremos que conviene tener en cuenta antes
de llevar a cabo ese examen en detalle de los supuestos
concretos contemplados en las Disposiciones transitorias.
El primero de ellos es el de que esta eliminación
de las titularidades privadas sobre terrenos incluidos en
el dominio público sobre la ribera del mar no puede
ser considerada, desde el punto de vista constitucional,
como una decisión arbitraria o carente de justificación,
pues es, cuando menos, la forma más simple y directa
de poner en práctica una decisión ya adoptada
por la Constitución misma, de manera que si de expropiación
ha de hablarse es aquélla la que establece la causa
expropiandi.
En segundo término hay que traer también
aquí, en relación ahora con la eventual existencia
de enclaves de propiedad privada en el dominio público,
las consideraciones que antes hacíamos respecto de
las limitaciones impuestas a la propiedad sobre terrenos
situados en las zonas de protección e influencia.
Aun si esos enclaves de propiedad privada se mantuviesen
en los términos actuales, las limitaciones que al
uso y aprovechamiento de tales bienes pudiera resultar de
la nueva regulación legal, no podrían ser
consideradas, aunque fueran más intensas que las
anteriores, como privación del derecho de propiedad.
En consecuencia no podría ser entendida por ejemplo,
como privación de un derecho preexistente, la limitación
que a su ejercicio impone la utilización libre, pública
y gratuita para los usos comunes del mar y su ribera pues
aun en la hipótesis de que la inclusión de
una determinada parte del territorio nacional en el espacio
demanial no fuese incompatible con el mantenimiento de parcelas
de propiedad privada en ese mismo territorio, no puede tampoco
la existencia de esos derechos dominicales impedir al legislador
regular el uso del dominio público natural en los
términos que considere adecuados a su naturaleza.
B) Disposición transitoria primera.
La Disposición transitoria primera intenta dar solución
a dos problemas distintos: De una parte, el que plantea
la existencia de títulos de propiedad (o incluso
de obras sin título), sobre terrenos que ya antes
de la promulgación de la Ley, se situaban como enclaves
en el dominio público y, de la otra, el que suscita
la eventual extensión de la zona demanial sobre terrenos
que, de acuerdo con la legislación anterior, eran
de propiedad privada. El primero de estos problemas es el
que se aborda en los tres primeros apartados de la Disposición,
en tanto que se consagra al segundo el apartado cuarto.
Elemento común a los supuestos de hecho que se enuncian
en los tres primeros apartados, es, claro está, el
de la existencia de títulos privados sobre terrenos
enclavados en el dominio público, cuya subsistencia
resulta incompatible con el mandato del art. 132.2 de la
Constitución por lo que antes de entrar en el estudio
de cada uno de estos supuestos es imprescindible hacer alguna
consideración sobre la naturaleza y origen de estos
títulos.
Su existencia es un dato del que la Ley de Costas parte.
A ellos se refiere tanto la Exposición de Motivos
(«Se ha producido, además, con demasiada frecuencia,
la desnaturalización de porciones del dominio público,
no sólo porque se ha reconocido la propiedad particular,
sino también por la privatización de hecho
que ha supuesto el otorgamiento de determinadas concesiones...
con el resultado de que ciertas extensiones de la ribera
del mar han quedado injustificadamente sustraídas
al disfrute de la colectividad»), como la propia Disposición
transitoria primera, que muy significativamente utiliza
la expresión «titulares de espacios de la zona
marítimo-terrestre, playa y mar territorial que hubieran
sido declarados de propiedad particular...».
Expreso reconocimiento, pues, de una realidad preexistente
que incluso más allá de la genérica
expresión «derechos legalmente adquiridos»
que utilizara el art. 1 de la Ley de Costas de 1969, parece
admitir o presuponer la naturaleza dominical de tales derechos.
No obstante, dada la trascendencia que la calificación
de la naturaleza de esos «derechos legalmente adquiridos»
pudiera tener en orden a valorar la adecuación al
art. 33.3 de la C.E. de las consecuencias de orden patrimonial
previstas por la Disposición transitoria primera,
por razón de la extinción o supresión
de los mismos, conviene tener presente que dicha calificación
no ha dejado de suscitar contrapuestas apreciaciones, no
sólo ya doctrinalmente, sino lo que ahora resulta
más relevante, en la propia jurisprudencia.
En efecto, frente a la identificación sin más
de esos derechos como efectivas propiedades particulares
-enclaves privados en las riberas marítimas, a los
que ciertamente también la Ley de Costas de 1969
aludía expresamente en su art. 4.1: «los terrenos
de propiedad particular enclavados en las playas...»-,
no ha dejado de mantenerse por cierta parte de la doctrina,
que esos derechos no pueden referirse sino a derechos de
aprovechamiento por ser en todo momento los únicos
compatibles con la naturaleza demanial de la ribera del
mar. Pero es que, además, aun cuando se ha admitido,
ante la realidad incuestionable de determinados pronunciamientos
judiciales, la titularidad privada de parcelas concretas
-enclaves privados- del dominio público marítimo-terrestre,
no por ello se ha dejado de sostener la existencia, en todo
caso de una servidumbre de uso público a fin de conservar
y garantizar los valores colectivos incorporados al litus
maris, lo que suponía el reconocimiento de la competencia
estatal para reglamentar el uso de las playas y de la zona
marítimo-terrestre con independencia del tipo de
propiedad existente sobre tales bienes. Tesis, ciertamente,
de la que no toda la doctrina ha participado, pero que evidencia
ya la «singularidad» o «especificidad»
de esos derechos dominicales aun cuando se les reconozca
como tales.
La jurisprudencia de la Sala Primera del Tribunal Supremo
refleja también, muy sintomáticamente, la
falta de uniformidad de criterio en esta cuestión.
En una línea jurisprudencial evolutiva, en la que,
sin embargo, no faltan decisiones concretas que coetáneamente
se orientan en muy distinto sentido, cabe apreciar el tendencial
deslizamiento de la posición más extrema,
que admite sin reparo alguno la licitud -obviamente, siempre
con anterioridad a la C.E. vigente- de la desafectación
de los bienes de dominio público -en este caso, no
se olvide, de dominio público natural- y su adscripción
al dominio privado mediante un acto de soberanía
que produjera su entrada en el comercio de los hombres,
a posiciones más matizadas, o más dubitativas,
basadas, en términos generales, en la consideración
de que resulta difícil admitir la posibilidad de
que el Estado haya podido desafectar unos bienes que siendo
inalienables se encuentren fuera de su poder de disposición.
E incluso, dando un paso más adelante, y partiendo
de que tales bienes por su propia naturaleza son res communis
omnibus, en algunas ocasiones se ha concluido negando la
legitimidad de los actos de disposición y desafectación
que se hubieran producido en el pasado, considerando que
las enajenaciones a favor de particulares que históricamente
se produjeron de parcelas incluidas o enclavadas en la ribera
del mar sólo pudieron transmitir un «dominio
degradado» o, si se quiere, un «derecho real
atípico» que, aun sin límite temporal,
concedió únicamente algunas de las facultades
propias de la titularidad dominical, pero no ésta.
Es evidente que no es tarea nuestra entrar en esa polémica,
ni en la interpretación que deba darse a la expresión
«derechos legalmente adquiridos», máxime
mediando Sentencias judiciales firmes que, aunque desigualmente,
ya lo han hecho, pero sí debe tenerse presente que,
en todo caso, esas titularidades dominicales lo son de unos
singulares bienes que, por sus propias características
físicas y por imperativo constitucional, necesariamente
forman parte del dominio público marítimo-terrestre.
Tras estas consideraciones iniciales, procede examinar
ya directamente la Disposición transitoria primera
a la que se imputa genéricamente la infracción
del art. 33.3 C.E., por cuanto, a juicio de quienes formulan
tal imputación, supone una privación -legislativa-
de derechos dominicales sin la consiguiente y preceptiva
indemnización. Y, asimismo, se alega también
la vulneración del art. 24 C.E., al ser la propia
Ley la que ha procedido a la supresión de los referidos
derechos dominicales.
a) El apartado 1 de la Disposición transitoria primera
se refiere, en primer lugar, a «los titulares de espacios
de la zona marítimo-terrestre, playa y mar territorial
que hubieran sido declarados de propiedad particular por
Sentencia judicial firme anterior a la entrada en vigor
de la presente Ley» para establecer que «pasarán
a ser titulares de un derecho de ocupación y aprovechamiento
del dominio público marítimo-terrestre».
Este derecho se materializa en el otorgamiento de una concesión
por treinta años, prorrogables por otros tantos,
que vendrá a permitir «los usos y aprovechamientos
existentes» sin que el titular tenga obligación
de abonar canon alguno.
La norma acepta, como ya hemos dicho, la existencia de
auténticas titularidades dominicales privadas en
determinadas dependencias del dominio público marítimo-terrestre,
descartando así, implícitamente, la posibilidad
interpretativa plasmada en alguna jurisprudencia, según
la cual esas titularidades no podían ser sino derechos
de aprovechamiento aun cuando lo fuesen sin limitación
temporal.
No obstante, aun cuando su declaración por Sentencia
judicial firme suponga el reconocimiento de titularidades
dominicales, lo cierto es que, como ya hemos señalado,
esas titularidades recaen sobre unos bienes -zona marítimo-terrestre
y playas- que por sus propias características físicas
y naturales eran y son de dominio público y, por
tanto, se trata de unas titularidades que por imperativo
constitucional deben cesar. Titularidades dominicales, además,
que, con arreglo a la propia legislación que vino
a reconocerlas y respetarlas, quedaban ya limitadas y condicionadas
por razón misma de la clase o tipo de bienes sobre
los que recaían.
Esa naturaleza dominical del derecho declarado por Sentencia
judicial, aunque evidentemente no permite olvidar las limitaciones
que en todo caso imponía a los propietarios el carácter
demanial de los bienes, obliga a considerar que su transformación
en concesión implica una muy singular forma de expropiación.
La evidente razón de utilidad pública, constitucionalmente
declarada, de tal expropiación, no puede ser puesta
en cuestión, de tal modo que la impugnación
del precepto se dirige efectivamente contra la ausencia
o la insuficiencia de la indemnización.
Que no cabe hablar de inexistencia de indemnización
es cosa evidente. Si la expropiación se opera precisamente
por la transformación de la propiedad en concesión,
el valor económico de ésta no puede ser entendido
sino como compensación, determinada ope legis, por
la privación del título dominical. La relación
entre expropiación y conversión del título,
de una parte, y la naturaleza compensatoria de la concesión
que se otorga, de la otra, no aparecería tal vez
con absoluta nitidez en la propia Ley, que daba a los propietarios
el plazo de un año para solicitar dicha conversión
y no ofrecía solución alguna para el supuesto
de que se dejara transcurrir ese plazo sin cursar la solicitud.
El desarrollo reglamentario de esa norma (Disposición
transitoria primera, 2 del Reglamento General) al ordenar
a la Administración que, de oficio otorgue la concesión
cuando se hubiera agotado el plazo para solicitarla, vino
a llenar esa laguna e hizo patente que se trata, en efecto,
no de una libre opción, sino de una decisión
expropiatoria en la que es la Ley misma la que fija el quantum
de la indemnización. Esta verificación es
el punto de partida obligado del análisis de la impugnación
que, como decíamos antes, aduce la violación
de dos artículos constitucionales, el 33.3 y el 24.
Siendo innegable, como acabamos de señalar, que
la conversión del título que faculta para
la ocupación y aprovechamiento del dominio público
es, simultáneamente un acto de privación de
derechos y una compensación por tal privación,
la vulneración del primero de los artículos
mencionados sólo puede entenderse producida por la
insuficiencia de la indemnización concedida, no por
su existencia.
Es evidente, sin embargo, que para que esa postulada insuficiencia
comporte la inconstitucionalidad de la norma que fija la
indemnización para la expropiación de un conjunto
de bienes, se ha de atender no a las circunstancias precisas
que en cada supuesto concreto puedan darse sino a la existencia
de un «proporcional equilibrio» [STC 166/1986,
fundamento jurídico 13.B)] entre el valor del bien
o derecho expropiado y la cuantía de la indemnización
ofrecida, de modo tal que la norma que la dispone sólo
podrá ser entendida como constitucionalmente ilegítima
cuando la correspondencia entre aquél y ésta
se revele manifiestamente desprovista de base razonable.
La aplicación de esa doctrina al supuesto que ahora
nos ocupa no permite concluir, como los recurrentes sostienen,
que la norma sea inconstitucional. La singularidad de las
propiedades a las que la norma se aplica, ya antes comentada,
de una parte, el mantenimiento, aunque sea a título
distinto pero por un prolongado plazo, de los derechos de
uso y disfrute que los mismos propietarios tenían
de la otra, y la consideración, en fin, de que en
todo caso esos bienes habrían de quedar sujetos,
aun de haberse mantenido en manos privadas, a las limitaciones
dimanantes de su enclave en el dominio público, hacen
imposible entender que la indemnización ofrecida,
dado el valor económico sustancial de ese derecho
de ocupación y aprovechamiento del demanio durante
sesenta años y sin pago de canon alguno, no represente,
desde el punto de vista del juicio abstracto que corresponde
a este Tribunal un equivalente del derecho del que se priva
a sus anteriores titulares.
De otro lado, y con ello entramos en el análisis
de la supuesta violación del derecho a la tutela
judicial efectiva, nada impide, naturalmente, que los afectados
por la expropiación puedan impugnar ante la jurisdicción
competente el acto administrativo de conversión de
su título dominical en título concesional
para deducir ante ella las pretensiones que estimen pertinentes
frente al mismo.
b) Supuesto similar es el previsto en el apartado 4 de
la misma Disposición transitoria primera, referido
a aquellos bienes que, tras el correspondiente deslinde,
pasan a integrar el dominio público marítimo-terrestre
de acuerdo con la nueva definición que del mismo
se contiene en los arts. 3, 4 y 5 de la Ley. La pérdida
de la propiedad de los mismos implica sin duda una expropiación
que es, no obstante, constitucionalmente admisible en su
causa en cuanto, como ya se razonó en su momento,
nada impide que el legislador precise la definición
jurídica de lo que, en razón de sus características
físicas, haya de entenderse por ribera del mar y
que da también satisfacción a la garantía
indemnizatoria que prevé el art. 33.3 C.E., al compensar
la pérdida de una efectiva titularidad dominical
sobre unos bienes que pasan a integrar el dominio público
con el otorgamiento de una concesión que permite
el mantenimiento de los usos y aprovechamientos existentes
por un plazo máximo de sesenta años.
c) El apartado 2.º de esta Disposición transitoria
primera se ocupa del problema que plantea la existencia
sobre la zona marítimo-terrestre o playas de titularidades
dominicales amparadas por el art. 34 de la Ley Hipotecaria,
aunque no declaradas por Sentencia judicial firme.
La solución que para tal problema exige es la de
que los terrenos en cuestión «quedarán
sujetos al régimen establecido en la presente Ley
para la utilización del dominio público, si
bien los titulares inscritos podrán solicitar en
el plazo de un año (...) la legalización de
usos existentes, mediante la correspondiente concesión,
en los términos de la Disposición transitoria
cuarta», reconociéndoseles, asimismo, un derecho
de preferencia, «durante un período de diez
años, para la obtención de los derechos de
ocupación o aprovechamiento que, en su caso, puedan
otorgarse sobre dichos terrenos».
La reducción que en este caso tiene el valor de
la compensación impuesta por la Ley, en relación
con los dos supuestos antes estudiados, tiene su justificación,
en principio, en la mayor debilidad del título. Una
cosa es, claro está, una Sentencia judicial, y otra
bien distinta una inscripción registral, pues aun
prescindiendo del hecho, bien sabido, de que entre nosotros
la inscripción registral da fe de la validez del
título pero no de la realidad física del bien
a que éste se refiere, es claro que frente a la notoriedad
del carácter público de la zona marítimo-terrestre,
la existencia de títulos inscritos en el Registro
en los que se señale como linderos de la finca «el
mar» o, a veces, incluso, un país extranjero
«mar por medio» no puede fundar la afirmación
de una efectiva titularidad dominical.
Pese a ello, tampoco cabe pasar por alto el hecho de que,
en ocasiones, la inexistencia de una Sentencia judicial
puede deberse al hecho de que la Administración no
hizo uso, tras el deslinde de las acciones judiciales dirigidas
a invalidar el título que se le oponía y que,
en consecuencia, el titular registral se ve colocado en
una situación más desfavorable justamente
como consecuencia de la anterior inactividad de la propia
Administración.
Las dudas que esta consideración jurídica
pudiera hacer nacer en cuanto a la constitucionalidad de
este apartado, dada la menor compensación que en
este caso se ofrece a los titulares de las inscripciones
registrales, quedan despejadas, no obstante por el inciso
final del propio apartado, en el que expresamente se salva
el derecho de estos titulares para acudir a las acciones
civiles en defensa de sus derechos. Es evidente, en efecto,
que de acuerdo con esa salvedad, los titulares registrales,
como aquellos titulares de derechos en zonas hasta ahora
no deslindadas, cuando el deslinde se efectúe, podrán
ejercitar las acciones dirigidas a obtener la declaración
de su propiedad y que si la sentencia, así lo hiciese,
les sería de aplicación lo dispuesto en el
apartado primero de esta misma Disposición transitoria.
d) El apartado 3 de la Disposición transitoria primera
dispone que «en los tramos de costa en que el dominio
público marítimo-terrestre no esté
deslindado o lo esté parcialmente a la entrada en
vigor de la presente Ley, se procederá a la práctica
del correspondiente deslinde, cuya aprobación surtirá
los efectos previstos en el art. 13 para todos los terrenos
que resulten incluidos en el dominio público, aunque
hayan sido ocupados por obras».
Es evidente que la operación de deslinde puede dar
lugar también en estos casos a una privación
de derechos. Así sucederá, por ejemplo, en
aquellos casos en los que, al llevarse a cabo el deslinde
con arreglo a la presente Ley se incorporen al dominio público
terrenos (y eventualmente obras e instalaciones) que según
la legislación anterior eran inequívocamente
de dominio privado, o en aquellos otros en los que existan
títulos registrales inscritos y amparados por el
art. 34 de la Ley Hipotecaria, que nunca pudieron hacerse
valer ante la Administración por la simple razón
de no haber acometido ésta el deslinde del dominio
público en la zona.
Por ello sería forzoso aceptar la impugnación
en este punto si efectivamente, como los recurrentes sostienen,
el precepto no contemplase compensación alguna. No
es esto, sin embargo, así, y la interpretación
sistemática del precepto evidencia que también
en estos casos deberá ser indemnizada la privación
de derechos en términos análogos a los previstos
en los dos apartados anteriores.
En lo que toca a los derechos que recaen sobre terrenos
que eran, antes de la presente Ley, de dominio privado y
que, al efectuarse el deslinde de acuerdo con lo que en
ella se prevé se incorporan al dominio público,
la laguna legal ha sido completada, en términos coherentes
con las exigencias derivadas del art. 33.3 de la Constitución,
por el Reglamento, que en sus Disposiciones transitorias
tercera y cuarta, dispone que estas situaciones reciban
el mismo tratamiento que las contempladas en el apartado
4 de esta misma Disposición transitoria primera de
la Ley, cuya adecuación a la Constitución
ya hemos declarado antes. Esta disposición reglamentaria
patentiza, en consecuencia, que la norma que ahora analizamos
puede ser interpretada de manera conforme a la Constitución
y que puede ser mantenida, pese al silencio de su texto,
siempre que sea interpretada en este sentido.
En lo que respecta a las inscripciones registrales amparadas
por el art. 34 de la Ley Hipotecaria la solución
es aún más clara pues la posibilidad de hacerlos
valer en el momento del deslinde está expresamente
reconocida en el inciso final del art. 13, apartado 2.º,
de la propia Ley, de manera que en esa ocasión podrán
sus titulares obtener de la jurisdicción competente
el reconocimiento de su derecho y quedarán con ello
en la misma situación que los propietarios de enclaves
a los que se refiere el apartado primero de esta Disposición
transitoria. Es cierto que el texto de este apartado se
refiere sólo a las Sentencias judiciales firmes anteriores
a la entrada en vigor de la presente Ley, pero también
lo es que la aplicación analógica de esta
previsión al supuesto que ahora consideramos, que
el texto literal no hace imposible, es indispensable para
no privar de sentido al inciso del art. 13.2 que antes hemos
comentado y que esta aplicación, exigida en definitiva
por la interpretación sistemática de la propia
Ley, permite también en este caso entender que el
precepto que ahora comentamos no es, tampoco en relación
con estos supuestos, contrario a la Constitución.
C) Disposición transitoria segunda, apartados 1
y 2, es impugnada por el Gobierno Vasco en razón,
exclusivamente, de su conexión con los arts. 3, 4
y 5.
La impugnación, sin embargo, debe ser rechazada.
El cambio de criterio que, respecto de la Ley de Costas
de 1969 (art. 5.2) ha introducido el art. 4.5 de la vigente
Ley, al conceptuar ahora como dominio público marítimo-terrestre
estatal los terrenos deslindados como dominio público
que por cualquier causa han perdido sus características
naturales de playa, acantilados, o zona marítimo-terrestre,
salvo que proceda a su desafectación de acuerdo con
el procedimiento previsto por el art. 18 de la Ley, justifica
que transitoriamente se establezca la regla de que los terrenos
sobrantes y desafectados del dominio público marítimo
conforme a lo previsto en el art. 5.2 de la Ley de 1969
que a la entrada en vigor de la Ley estén en el patrimonio
del Estado y no hayan sido, en su caso, recuperados por
sus antiguos propietarios, no serán ya enajenados
ni afectados a otras finalidades de uso o servicio público
mientras que procede a la actualización del deslinde
para su afectación al dominio público marítimo-terrestre.
Por ello, habiendo quedado ya descartada la pretendida inconstitucionalidad
del art. 4.5 de la Ley, necesariamente debe serlo también
la del apartado 1 de esta Disposición transitoria
segunda, pues idéntico es el fundamento de una y
otra previsión e idénticos son los motivos
esgrimidos en su contra.
Lo mismo hay que decir en relación al apartado 2,
máximo cuando aquí se mantiene el estatuto
preexistente a la Ley, a pesar de que ésta en su
art. 4.2 declara que los terrenos ganados al mar como consecuencia
directa o indirecta de obras y los desecados en su ribera,
son bienes pertenecientes al dominio público marítimo-terrestre
estatal. Por lo demás, el hecho de que el respeto
a las situaciones preexistentes a la Ley quiebre cuanto
los terrenos hubiesen sido ganados ilegítimamente,
sin título habilitante, está plenamente justificado,
pues ningún derecho o interés jurídicamente
protegible queda en tal caso afectado, sin perjuicio de
que, en su caso, a las obras o instalaciones que pudieran
existir en dichos terrenos se les aplique el régimen
previsto en la Disposición transitoria cuarta.
D) En la Disposición transitoria tercera se impugnan
genéricamente todos sus apartados -especialmente
los cuatro primeros- por las mismas razones aducidas en
la impugnación de los correspondientes preceptos
del Capítulo Segundo del Título II con los
que guarda conexión.
Una vez más hay que señalar que el reproche
queda privado de todo fundamento al haber sido ya rechazado
que las disposiciones relativas a la servidumbre de protección
-a excepción del art. 26.1- y a la zona de influencia
sean contrarias de la Constitución por vulnerar las
competencias autonómicas en materia de ordenación
del territorio y urbanismo.
La Disposición transitoria tercera prevé,
en efecto, un régimen transitorio en la aplicación
de la servidumbre de protección y de las limitaciones
previstas en la zona de influencia, lo que supone incidir
en las situaciones urbanísticas preexistentes de
los terrenos sobre los que aquellas recaen, afectando de
esa forma a las competencias de las Comunidades Autónomas
y Ayuntamientos en la materia de urbanismo.
No es preciso, sin embargo, examinar en detalle ese régimen,
que se diversifica en función de la clasificación
del suelo existente a la entrada en vigor de la Ley y, a
su vez, de la existencia o no de planes parciales aprobados
definitivamente o no y, en su caso, de la fecha de su aprobación
y del hecho mismo de su ejecución (apartados 1, 2
y 3), pues es incuestionable que la incidencia que todo
ello tiene en las competencias urbanísticas de las
Administraciones autonómicas y municipales correspondientes
queda plenamente justificada en la medida en que como ya
se ha visto, también lo están las prohibiciones
y limitaciones que, en relación al uso del suelo
por razones medio-ambientales (art. 149.1.23 C.E.), se imponen
en las zonas de servidumbre de protección y de influencia.
Cabe aun añadir que este régimen transitorio
encuentra además complementaria cobertura en la competencia
que al Estado reserva el art. 149.1.1 de la C.E., ya que
con él se garantiza que las limitaciones y servidumbres
que establece la Ley no tengan una proyección desigual
sobre las facultades de los propietarios según las
diversas situaciones urbanísticas de los terrenos
e inmuebles de su titularidad. Es decir, si la necesidad
de asegurar la igualdad de todos los españoles en
el ejercicio del derecho que garantiza el art. 33.1 de la
C.E., no quedaría plenamente asegurada si el Estado
no regulase las condiciones básicas de la propiedad
sobre los terrenos colindantes del dominio público
marítimo-terrestre sujetos a las limitaciones ya
conocidas, tampoco lo quedaría si no procediese a
fijar los criterios a los que transitoriamente, en atención
al planeamiento y circunstancias urbanísticas preexistentes
en cada caso, deba acomodarse y ajustarse la aplicación
de dichas limitaciones.
Ya más en particular, tampoco es objetable la remisión
al Reglamento que hace el apartado 3 en lo que toca a la
posibilidad de autorizar nuevos usos y construcciones en
la servidumbre de protección que recaiga sobre terrenos
clasificados como suelo urbano y siempre de conformidad
con los planes de ordenación en vigor, pues, sin
perjuicio del juicio que pueda merecer el desarrollo o concreción
que ha llevado a cabo la Disposición transitoria
novena, 2 del R.C. -que ha dispuesto que cuando la línea
de edificaciones existentes estuviese situada a una distancia
inferior a 20 metros desde el límite interior de
la ribera del mar será posible la autorización
de nuevas construcciones, si bien será preciso la
observancia de una serie de criterios entre los que ocupa
lugar preferente la necesidad de que previa o simultáneamente
al otorgamiento de aquélla, se proceda a la elaboración
y aprobación de un Plan Especial, Estudio de detalle
u otro instrumento urbanístico-, la sujeción
de la posibilidad de autorizar los nuevos usos y construcciones
a los criterios que complementariamente se fijen por vía
reglamentaria se justifica por las mismas razones que nos
han llevado a rechazar la inconstitucionalidad del art.
25.2, último inciso, máxime si se repara que
ahora se trata de autorizar nuevos usos y construcciones
en la servidumbre de protección al margen de los
criterios generales establecidos por el art. 25 de la Ley.
De otra parte, en el inciso final de este mismo apartado
3 se establece que el señalamiento de alineaciones
y rasantes y la adaptación o reajuste de los existentes,
así como la ordenación de los volúmenes
y el desarrollo de la red viaria, se llevará a cabo
mediante estudios de detalle y otros instrumentos urbanísticos
adecuados, que deberán respetar las disposiciones
de la Ley «y las determinaciones de las normas que
se aprueben con arreglo a la misma». Si las normas
que se aprueben con arreglo a la Ley son las normas dictadas
en desarrollo de la Ley o, como parece más apropiado,
son las previstas en el art. 22, justificada la no inconstitucionalidad
de éste atendiendo al orden constitucional de distribución
de competencias, tampoco pude serlo esa sujeción
de los referidos instrumentos urbanísticos a tales
normas que dispone el precepto en cuestión.
Aun cuando no se formula una argumentación concreta
contra el apartado 4, es evidente que declarada la inconstitucionalidad
del art. 34 la adecuación de la ordenación
territorial y urbanística del litoral existente a
la entrada en vigor de la Ley sólo habrá de
producirse, en su caso, a las normas a las que se refiere
el art. 22, sin que esa vinculación suponga tampoco
menoscabo de las competencias urbanísticas de las
Comunidades Autónomas, una vez constatada la constitucionalidad
del art. 22 de la Ley.
La impugnación de los apartados 5 y 6 no se apoya
en argumentación concreta alguna, lo que bastaría
para rechazarla. Por otra parte, ninguna incidencia competencial,
lesiva de las competencias autonómicas, cabe apreciar
en la regulación contenida en los mismos, que se
refieren a las servidumbres de tránsito -antigua
servidumbre de paso público peatonal al mar- y de
acceso al mar, que, como ya se ha visto, corresponde establecer
al Estado sin perjuicio de las medidas complementarias que
puedan adoptar las Administraciones urbanísticas
competentes.
Por último, tiene razón el Abogado del Estado
cuando afirma que no cabe imputar a esta Disposición
transitoria tercera vulneración alguna de la garantía
expropiatoria sancionada en el art. 33.3 de la C.E. pues
el margen de los supuestos que puedan plantearse en los
que producida una efectiva expropiación deba procederse
a la materialización de la correspondiente indemnización,
la fijación y la regularización de las limitaciones
a las propiedades colindantes al dominio público
marítimo-terrestre que por razón de la protección
de éste y del medio ambiente se establecen en el
Título II de la Ley, aparecen plenamente justificadas
constitucionalmente (art. 33.2 C.E.) y por ello, y de acuerdo
con lo ya dicho en el apartado A de este fundamento, no
pueden ser consideradas como expropiaciones stricto sensu.
E) Idéntica apreciación merece la Disposición
transitoria cuarta que para los Diputados recurrentes también
infringe el art. 33.3 por cuanto establece limitaciones
de derechos o facultades dominicales sin prever la correlativa
indemnización para sus titulares, máxime al
incidir esas limitaciones en terrenos que no son estrictamente
dominio público marítimo-terrestre.
Sin embargo, con independencia de la inexactitud de esta
última apreciación, ya que el párrafo
a) del apartado 2 de dicha Disposición transitoria
sí se refiere a terrenos integrantes del dominio
público, al fijar en concreto cuál será
el destino final de las instalaciones y obras que a la entrada
en vigor de la Ley ocupen terrenos de dominio público,
debe tenerse en cuenta, en primer término, que la
demolición de las obras e instalaciones prevista
en el apartado primero en forma alguna debe ser objeto de
indemnización por ser obras realizadas al margen
o con infracción de la propia legislación
de costas vigente en el momento en que lo fueron. No sólo,
pues, no hay privación expropiatoria de un bien,
sino que tampoco hay lesión patrimonial por la que
deba responder la Administración indemnizando, sin
que pueda olvidarse que la Ley, aun cuando no venía
obligada a ello, abre el portillo a una posible legalización
de dichas instalaciones y obras por razón de interés
público.
En segundo lugar, también es preciso advertir que
el hecho de que las obras legalizadas por razón de
interés público, así como las construidas,
o que puedan construirse, al amparo de autorización
estatal otorgada con anterioridad a la entrada en vigor
de la Ley, sean demolidas al extinguirse la concesión
cuando ocupen terrenos de dominio público [apartado
2, párrafo a)], o queden sujetas a una situación
equivalente a la de fuera de ordenación que prevé
el art. 60.1 y 2 de la Ley del Suelo cuando se encuentren
ubicadas en la zona de servidumbre de tránsito y
de protección [apartado 2, párrafos b) y c)]
en nada puede justificar la imputada infracción del
art. 33.3 de la C.E., al no ser sino limitaciones legales
de las facultades dominicales que fácilmente se comprende
son totalmente ajenas al concepto mismo de expropiación.
Distinta es la consideración que debe merecer el
párrafo c), apartado 2, ya que la atribución
de la potestad autorizatoria que en él se prevé
a favor de la Administración estatal, dado su carácter
ejecutivo, supone una extralimitación competencial
del legislador que menoscaba las competencias urbanísticas
autonómicas y, en su caso, municipales. De manera
que, al igual de lo que ya se ha dicho a propósito
del art. 26.1, corresponderá ejercitar esa potestad
a los pertinentes órganos de las CC.AA. o, en su
caso, a los Ayuntamientos.
F) La Disposición transitoria quinta es impugnada
en sus dos apartados, por establecer normas intertemporales
que guíen la aplicación de preceptos sustantivos
que se estiman inconstitucionales. La referencia que el
apartado 1) realiza al art. 57.2 ha quedado sustancialmente
alterada, pues como vimos al enjuiciar la validez de este
artículo la remisión que efectúa no
puede entenderse referida a las normas aprobadas ex art.
34, declarado inconstitucional, sino a los reglamentos que
el Estado dicte en ejercicio de sus competencias reguladoras
en materia de vertidos. El apartado 2 de esta Disposición
transitoria, por su parte, no priva a la Comunidad Autónoma
Vasca de sus competencias de gestión del dominio
público, por las razones expuestas al analizar los
preceptos relativos a reservas (arts. 47 y 48), a adscripciones
(especialmente el art. 50), y a concesiones (arts. 64, 67,
68 y 71.3), y siempre que se tengan en cuenta las inflexiones
interpretativas que exige el respeto al orden constitucional
de competencias, en los términos que se expusieron
en sus respectivos lugares.
G) La declaración de inconstitucionalidad de la
Disposición transitoria séptima, 1, se solicita
por razón de su conexión, en particular, con
el art. 26. No obstante, estimada inconstitucional la potestad
autorizatoria prevista en el art. 26.1 a favor de la Administración
estatal, debe también acordarse idéntica declaración
respecto a la referencia a la «Administración
del Estado» contenida en dicha Disposición
transitoria séptima, 1, pues la autorización
a la que se refiere el art. 26 será exigida por la
Administración urbanística competente, si
bien deba serlo de acuerdo con «la línea probable
de deslinde y la extensión de la zona de servidumbre
que establezca la Administración estatal».
Asimismo, la impugnación del apartado 3 de la misma
Disposición transitoria séptima, al no fundarse
en razón distinta a la de su conexión con
el art. 44.5, debe recibir idéntica respuesta: no
es inconstitucional porque, lo mismo que el art. 25.2, las
limitaciones impuestas a los paseos marítimos constituyen
una norma básica de protección del medio ambiente.
9. Disposiciones adicionales, finales y derogatorios.
A) La ausencia de razonamiento específico en que
se pueda apoyar la impugnación por el Gobierno Vasco
de la Disposición adicional primera nos exime por
sí misma de la necesidad de todo razonamiento para
rechazarla, a pesar de lo cual no estará de más
señalar que en nada puede afectar a las competencias
de la C.A. recurrente la determinación de los criterios
para la fijación de las distancias previstas por
la Ley en orden a la concreción de las diversas servidumbres
y zonas de limitación.
B) Las razones ya expuestas para rechazar la pretendida
inconstitucionalidad de los arts. 28.3 y 29.2, son, asimismo,
reproducibles en el caso de los apartados 1 y 3 de la Disposición
adicional tercera. Y en cuanto a su apartado segundo, como
oportunamente advierte el Abogado del Estado, es clara la
no extralimitación competencial atendiendo a lo dispuesto
en el art. 149.1.18 de la C.E.
C) Es, asimismo, norma procedimental amparable en el art.
149.1.18 de la C.E., lo preceptuado en la Disposición
adicional cuarta que, por lo demás, el Gobierno Vasco
ha impugnado también sin argumentación concreta
alguna.
D) La Disposición adicional quinta, apartado 2,
establece que las autorizaciones y concesiones obtenidas
según la Ley de Costas no eximen a sus titulares
de obtener las licencias, permisos y otras autorizaciones
que sean exigibles por otras disposiciones legales; no obstante,
«cuando se obtengan con anterioridad al título
administrativo exigible conforme a esta Ley su eficacia
quedará demorada al otorgamiento del mismo, cuyas
cláusulas prevalecerán en todo caso».
Es indudable que la llamada «prevalencia» de
las cláusulas del título administrativo estatal
para ocupar el dominio público, sobre las licencias,
permisos y otras autorizaciones que sean exigibles por otras
disposiciones legales, no puede recibir el alcance desmesurado
que teme la Generalidad de Cataluña. Al quedar sometida
la Ley de Costas al marco descentralizado del Estado de
las Autonomías, este precepto no puede permitir a
la Administración del Estado imponer su criterio
al margen del orden constitucional de competencias, en los
términos que expusimos con ocasión del Título
III de la Ley. Las autorizaciones que hayan emitido las
autoridades autonómicas, en aplicación de
su legislación propia o de la legislación
estatal en materias en que ostenten la competencia de ejecución,
no pueden sufrir interferencias o perturbaciones a causa
de las concesiones o autorizaciones demaniales que otorgue
la Administración Central en el ejercicio de sus
facultades, siempre que unas y otras se limiten a su ámbito
propio. Lo mismo debe decirse de las autorizaciones que
hayan otorgado las autoridades locales, en cuanto lleven
a cabo las leyes sectoriales de competencia de su Comunidad
Autónoma.
No obstante, la Disposición adicional en cuestión
introduce un factor gravemente distorsionante, al prescribir
categóricamente que el clausulado del acto administrativo
estatal prevalecerá «en todo caso» sobre
lo dispuesto por la Administración Autonómica
en las licencias, permisos y otras autorizaciones que expida
en ejercicio de sus atribuciones. Hay que dar la razón
al Abogado del Estado cuando afirma que lo dispuesto en
el título de ocupación es determinante dentro
de su ámbito propio que está circunscrito
a asegurar la integridad física y jurídica
del bien del que la Administración estatal es titular
en concepto de dueño. Pero es indudable que lo resuelto
en los actos administrativos autonómicos, dentro
de aquellos ámbitos en los que la Comunidad ostenta
facultades ejecutivas, es también determinante dentro
de su propio ámbito competencial, el cual viene definido
materialmente por el bloque de la constitucionalidad y desarrollado
por la correspondiente legislación sectorial aplicada
por la Administración Autonómica. Pues, como
expusimos en la STC 77/1984 (fundamento jurídico
2.º), la concurrencia de dos competencias jurídicamente
diversas sobre el mismo espacio físico sólo
resulta posible cuando su respectivo ejercicio no interfiere
ni perturba el legítimo ejercicio de la otra. Por
consiguiente, es preciso estimar en este punto, el recurso
del Consejo Ejecutivo de Cataluña, y declarar inconstitucional
el inciso «en todo caso» de la última
frase de la Disposición adicional quinta, 2.
E) La Disposición final primera, párrafo
2, es atacada por tres Comunidades Autónomas porque
atribuye al Ministerio de Obras Públicas y Urbanismo
facultades de las que carece el Estado. A la luz de lo dicho
anteriormente sobre los arts. 26.1, 29, 22 y 34, 111 y 112
a), es preciso concluir que resultan inconstitucionales
los siguientes incisos: «al otorgamiento de autorizaciones
en la zona de servidumbre de protección», «y
utilización de la ribera del mar». Siendo plenamente
constitucionales las atribuciones restantes, siempre que
en su ejercicio se respeten los límites derivados
del orden constitucional de competencias, que han sido expuestos
en los lugares correspondientes.
F) Por último, respecto de la derogación
del art. 14 del Decreto-Ley de Puertos de 19 de enero de
1928, coincidente con el mismo artículo de la Ley
de Puertos de 1880 (Disposición derogatoria primera),
nada hay que objetar a que el legislador haya procedido
a determinar los bienes que han de formar parte del dominio
público marítimo-terrestre estatal con arreglo
a criterios distintos a los utilizados por las leyes anteriores,
siempre que, como ya hemos precisado en el fundamento jurídico
2.A anterior, no sean arbitrarios o caprichosos ni conlleven
una modificación en términos que afecten al
CONTENIDO esencial de las instituciones, lo que no se aprecia
en forma alguna en la derogación ahora impugnada,
simple consecuencia de la definición previa de los
bienes integrantes del dominio público marítimo-terrestre
estatal a la que han procedido los arts. 4 y 5 de la Ley.
FALLO
En atención a todo lo expuesto, el Tribunal Constitucional,
POR LA AUTORIDAD QUE LE CONFIERE LA CONSTITUCIÓN
DE LA NACIÓN ESPAÑOLA,
Ha decidido:
Estimar parcialmente los recursos de inconstitucionalidad
interpuestos contra la Ley 22/1988, de 28 de julio, de Costas
y, en consecuencia:
A) Declarar que son inconstitucionales y consiguientemente
nulos los artículos: 26.1, [y en consecuencia las
Disposiciones transitorias cuarta -apartado 2 c)- y séptima
-apartado 1- y Disposición final primera] en cuanto
atribuye a la Administración del Estado el otorgamiento
de autorizaciones en la zona de protección]; 33.4,
inciso final; 34 (y, en consecuencia, todas las referencias
que a las normas aprobadas de acuerdo con él se hacen
en los arts. 47.3; 52.1; 53.1; 57.2; Disposición
transitoria tercera, apartado 4, y en la Disposición
final primera); 35.2, las palabras «de oportunidad
u otras»; 110, apartados b) (en cuanto incluye las
autorizaciones en la zona de protección), h) (en
cuanto referido a los vertidos de tierra a mar) y e) (en
cuanto se refiere a la inspección y coordinación
del cumplimiento de los Tratados Internacionales por las
Comunidades Autónomas); 111, apartado 1 d), en cuanto
incluye el inciso «sobre acuicultura»; 118 y
Disposición adicional quinta, apartado 2, en las
palabras «en todo caso».
B) Declarar que no son inconstitucionales si se interpretan
en el sentido que se expone en los FUNDAMENTOS JURÍDICOS
de esta sentencia que a continuación de cada uno
de ellos entre paréntesis se indican, los artículos
siguientes:
25, apartado 3 (fundamento jurídico 3.D.c); 33,
apartados 3 y 4 (este último respecto del inciso
«y se distribuirán de forma homogénea
a lo largo de la misma») (fundamento jurídico
4.B.c); 44, apartado 1 (fundamento jurídico 4.C.a);
55, apartado 1 (fundamento jurídico 4.E.c.a'); 67
(fundamento jurídico 4.G.b); 68 (fundamento jurídico
4.G.c); 71, apartado 3 (fundamento jurídico 4.G.d);
86 (fundamento jurídico 5.C); 110, apartados c),
g) e i) (fundamento jurídico 7.A, c, g.e.i); 112
(fundamento jurídico 7.A.c); 115 (fundamento jurídico
7.C); Disposición transitoria primera, apartado 3
(fundamento jurídico 8.B.d) y Disposición
transitoria quinta (fundamento jurídico 8.F).
C) Desestimar los recursos de inconstitucionalidad en todo
lo demás.